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COLUMNA ANTIMAFIA

EDITORIALES DE GEORGES ALMENDRAS

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a menos de 15 kilómetros de la Puerta del Sol, donde viven casi 200 niños en condiciones deplorables
Versace, un niño con un corte de pelo franciscano, corretea con otro medio desnudo, con los pies llenos de tizne. Una rata se retuerce en una montaña de basura a pocos metros. Casi 180 niños, un centenar con menos de cinco años, viven en condiciones miserables en el poblado chabolista de El Gallinero, según un informe del Defensor del Menor. El autobús escolar pasó hace cuatro horas por el lugar, pero Alondra, una chica de 11 años, lo dejó ir. "Me han dado vacaciones", explica esta mañana, cargada con las bolsas de la compra.
Lo que se ve desde una colina, a un lado de la A-3, es una hilera de chabolas junto a una carretera que cruza al vertedero. Aún queda en pie la última tapia del viejo gallinero. Lucía es la matriarca de la primera familia rumana (44 años, 5 hijos y 24 nietos) que se instaló en 2007 en una explanada que se ha convertido en el rincón más mísero de uno de los mayores asentamientos ilegales de Europa: la Cañada Real. "Yo vivo aquí", dice al abrir la puerta de una pequeña infravivienda decorada con un tapete de ciervos en un bosque y adornos de plástico.
La mujer dejó de beber y fumar tabaco hace siete años, época en la que dice que escuchó la voz de Dios. Incluso la música techno que suena por la mañana en el poblado chabolista le molesta. Recuerda que no se asomó siquiera a ver a una orquesta que tocaba en la última boda que se ha celebrado. Música de acordeón entre barracas, chatarra, cables sueltos, restos de cobre y barro.
Otras familias nómadas y parientes de su pueblo imitaron a Lucía y fueron construyendo en esta vaguada su vivienda de forma desordenada, sin las mínimas condiciones de salubridad. El resultado es que, a menos de 15 kilómetros de la Puerta del Sol, uno se topa con una estampa similar a la que podría encontrar en un barrio pobre de Calcuta.
Lucía dice que viven de la mendicidad. "Mis hijos limpian cristales en los semáforos. Somos cristianos, muy creyentes, no robamos", asegura esta señora de carácter que reúne con un golpe de voz a los nietos extraviados en los caminos de barro. A veces les dan un euro, otras nada. "Me gritan: ¡vete a la mierda rumana!". Otra forma de subsistir es la chatarra, que recogen por toda la región y cargan en camionetas. Después está el robo de cobre, un boyante negocio ilegal que ha arrasado con alcantarillas y cableado.
Los habitantes de El Gallinero son rumanos y de etnia gitana. Los cooperantes que trabajan aquí consideran que las Administraciones les han olvidado y ellos se han acostumbrado a vivir en los márgenes de la sociedad. El consulado de Rumanía explica que les ayuda a obtener documentación y colabora con la parroquia de Santo Domingo de la Calzada, visible por una gran cruz que la sitúa a los pies del vertedero. "Cuando se ha dado el caso de aquellas personas que han manifestado su deseo y voluntad de volver a Rumanía se les ha facilitado la obtención de billetes de transporte a precios especiales", informan desde el consulado.
El Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid se encargan de labores de integración, sanitaria y la escolarización de los menores. El Gobierno regional habilitó un colegio tan solo para los niños de este poblado, lo que no facilita su integración. "Las madres no quieren que vayan allí porque solo se habla en rumano", añade Paco Pascual, un profesor y voluntario barbudo que visita continuamente el poblado para ayudar. El colegio tiene 115 plazas (aunque solo van 20) y cada mañana un autobús pasa a recogerlos. Hoy se ha ido casi vacío.
Raúl Sthepan, el nieto favorito de Lucía por su destreza al leer, está orgulloso de que le pusieran el mismo nombre que el del exdelantero del Real Madrid. Otro de su pandilla se llama Rivaldo. Raúl tiene 11 años y nació en el hospital de Getafe. Se siente medio rumano, dice, aunque nunca ha puesto un pie en Tandarei, de donde es originaria su familia. "No me gustan las matemáticas, sé multiplicar pero no dividir", señala sin parar de darle toques a un balón amarillo. Su abuela aspira a que su nieto, después de generaciones nómadas, se asiente en este país y tenga "un trabajo digno". "Qué sé yo, que vaya con traje, corbata, un sueldo".
En El Gallinero están apareciendo los primeros adolescentes, algunos ya con bigote, que hablan perfectamente español. Tienen nombres como Armani, Irlanda, Napoleón o Aznar. Sus padres, condenados a una vida subterránea, están viendo ahora los primeros beneficios de que sus hijos hayan ido al colegio. Nómadas por costumbre, están en la encrucijada de volver a echarse a la carretera en busca de mejores oportunidades o echar raíces en un lugar que los niños aprecian, en el caso de los que acuden regularmente a clase. "Ellos tienen que comandar la integración", intercede Paco, que se desloma buscando materiales y financiación para mejorarles la vida.
Mientras llega o no ese relevo, la vida del poblado muestra luces y sombras. Es un misterio el dinero que maneja la gente que vive en El Gallinero. Un cooperante cuenta cómo sus habitantes muestran a las claras su disgusto cuando les dispensan comida a punto de caducar. El último joven que contrajo matrimonio en el poblado, hace apenas un mes, pagó al padre de la novia 6.000 euros, amén de lo que cobró la orquesta que recorrió las chabolas tocando el acordeón y el clarinete.
En esas mismas fechas, un chico de 22 años que vivía en El Gallinero se ahogó en una especie de pantano, en Badajoz, cuando huía de la policía, que después contó que este, junto a su banda, había robado cobre por todo el país. La familia del muerto pidió a la parroquia de La Cañada la misma cantidad que costó el enlace para poder repatriar el cadáver. Los religiosos dijeron que no podían afrontar ese pago, pero a los pocos días apareció la cantidad y el chico pudo ser enterrado en su país.
A la una del mediodía, cuando el sol pega de lleno, una furgoneta blanca enfila el caminito. Los tres ocupantes observan como búhos a todo el que van encontrando a su paso. El vehículo, matrícula de Madrid, se para ante una vaguada, recubierta por completo de cable de cobre pelado. El humo del plástico condensa el ambiente. Un grupo de hombres, sentados alrededor de la mesa y acompañados por una bebida energética tapan con su presencia la escena mercantil. Uno de ellos porta una biblia de tapas negras. Media hora más tarde, los visitantes emprenden el camino de vuelta con la parte de atrás de la furgoneta tapada por una chapa de madera.
Más arriba, resulta curioso encontrarse sentada en una silla a una chica de mejillas sonrosadas, con las piernas cruzadas a la puerta de una chabola, como se toma el fresco en los pueblos. Sanni Saarinen es una periodista finlandesa de 31 años que va a pasar unos días y unas cuantas noches en El Gallinero. Quiere desentrañar las costumbres de una gente enigmática y con alergia a desvelar más de lo debido. "Es necesario conocer su idioma, pasar meses con ellos para llegar a conocerlos realmente", cuenta la reportera tras una primera toma de contacto en el campamento. "Es alucinante encontrar un mundo así al lado de Madrid. La gente vive realmente mal, no tiene nada que envidiar a las peores condiciones de vida de las favelas del Tercer Mundo". Mientras Saarinen se queda hablando con una mujer que tiende ropa, llega la hora de la comida.
La cocina del clan de Lucía se encuentra tras una cortinilla, frente a dos lavadoras. La habitación está llena de moscas, que revolotean sobre un repollo cocido. Las esquinas están recubiertas con poliuretano para evitar que entren las ratas. Ella abre el frigorífico: bolsas de tomates, pimientos y limones. Dice que es todo lo que tiene para comer hoy. En la puerta una joven mordisquea un mendrugo de pan mientras amamanta a un bebé.

PILAR ÁLVAREZ / JUAN DIEGO QUESADA - Madrid - 16/04/2011