Jueves 5 Diciembre 2024
Por Jean Georges Almendras-8 de marzo de 2022
 

No será ésta ni la primera ni la última vez que un policía, básica e inevitablemente deshonrando a su investidura, se incorpore -en la rutina del asfalto ciudadano o rural- al tenebroso mundo del abuso de funciones , que conlleva una sutileza (tan elegante a veces) de que la persona misma que se desboca, así de literal, está convencida que más tarde o más temprano, la institución  terminará comprendiéndolo (por su comportamiento), hasta apañándolo y hasta quizá dándole una (sutil o descarada) cobertura de impunidad, o si se quiere -y sin temor a excederme- “buscándole la vuelta” (para que pueda salir bien parado) durante el período de la acusación y de la defensa, para que además la Institución no se vea tan afectada, especialmente a nivel de la opinión pública. Y así, dentro de ese contexto, cada vez que sale a la luz un caso de abuso policial, que trae consigo la recriminación popular, a nivel de la justicia comienzan las investigaciones, y el hecho o los hechos ocurridos, se van progresivamente internando en el callejón del olvido, no sin antes danzar al ritmo de las especulaciones dentro del ámbito político, ya sea del oficialismo (que pregona -hasta en ocasiones demagógicamente-  sanciones y duras consecuencias para los abusadores)  o ya sea de tiendas de la oposición, que obviamente sacará igualmente su rédito, algunos con honestidad y otros como mero ejercicio del juego político. Pero el que paga las consecuencias, siempre, es “Juan Pueblo”.

El abuso policial ha existido antes y existe hoy, en sus diferentes modalidades y en diferentes regiones. Uruguay no es la excepción, obviamente. El ser humano uniformado -portando, por ejemplo, un arma de fuego de alto poder, como una pistola 9 mm, o un bastón reglamentario, y vistiendo un uniforme, o luciendo una placa policial- siempre corre el serio riesgo de hacerse funcional, por su naturaleza, al sentimiento de  considerarse invencible y poderoso, adjudicándose (por si fuera poco, en su microcosmos emocional)  derechos que no se les han sido otorgados desde la fuerza del Estado en la que se encuentra enrolado, es decir, libertades para pasarse de la raya en la diaria labor “al servicio de la sociedad”, aunque a veces de servicio no tenga absolutamente nada y de hostilidad “a la sociedad” mucho. Pero, aclaro, hay policías que no sucumben a esos desatinos, a esas tentaciones y a esas bajezas, porque, de hecho, en su emocionalidad y en su cerebro, ejercen su profesión con criterio, responsabilidad, y un muy intenso y fuerte compromiso con la institución a la que representan. 

Pero, de todas formas, los excesos policiales, a lo largo de la historia de la humanidad, en diferentes países, han sido siempre una constante, y eso nos indica, o mejor dicho nos explota en la cara, desafortunadamente -y debemos admitirlo, como civilización que se presume de perfecta- la idea de que no estaríamos preparados para el ejercicio de la mesura y del respeto, a la hora de enarbolar responsabilidades en lo que concierna a dar seguridad a los ciudadanos. El abanico es amplio, estamos de acuerdo, porque no todos los funcionarios policiales se zambullen en el abuso o en el descarrilamiento de la función natural (como puede ocurrir, y ocurre, en todas las profesiones) pero, mirando con la lupa inevitable de una sociedad bajo un estado de Derecho, la función policial se torna extremadamente importante, tanto para sumar ovaciones, como para sumar desastres. Es, sencillamente, una cuestión de sentido común.

Como periodista especializado en crónica policial, por casi tres décadas, esta temática no me resulta novedosa, pero sí de una aspereza inconfundible, porque pasan los años y el mal, sigue presentándose en la sociedad, con agudeza nada agradable. Parecería que las polarizaciones están a la orden del día, sobre la superficie, sobre el tejido social, y los efectos, seamos sinceros, son devastadores.

Recientemente en Montevideo saltó a la luz pública un caso de presunto abuso policial, que además fue filmado (celular mediante) por uno de los involucrados -que lo viralizó de inmediato- desatándose el escándalo por la elocuencia de las imágenes, iniciándose las investigaciones de rigor. El hecho en sí, fue rutinario si se quiere, no así sus consecuencias: en la vía pública de un barrio periférico de la capital uruguaya -Jardines del Hipódromo-  dos policías imponen una  multa a dos jóvenes ocupando una moto y el multado le recrimina al funcionario que la infracción ha sido erróneamente impuesta, y es allí donde se produce un intercambio de palabras entre ambos, al tiempo que el segundo tripulante de la moto -acompañante- con su celular comienza a filmar lo que ocurre (con una herramienta que hoy en día es un testigo inequívoco, dentro de cualquier contexto) y de esa forma se registra el momento preciso en que uno de los policías -así, de la nada- le da un golpe de puño en el rostro del motociclista, al tiempo que quien está filmando se lo recrimina sin violencias físicas, pero sí enérgicas, hasta que finalmente tanto él como el joven agredido son reducidos por los funcionarios actuantes. Así los hechos, registrados por una cámara de un celular de uso doméstico, pero basto y sobró, para que lo acontecido no fuese arrojado al pozo negro de la impunidad. Ahora se aguarda el curso de la investigación, los resultados, etc, etc.

Mirando a la vecina orilla, Argentina quiero decir, allí (creo que hay muy notoria diferencia con nuestro país) la función policial está deteriorada en grado sumo (e insisto, habrán policías honestos, tengo que señalarlo hasta el hartazgo) porque lamentablemente se dan casos -que no fueron, ni son pocos- en los que estos desmanes o abusos han costado vidas humanas (mayoritariamente de jóvenes trabajadores, adolescentes muchas veces y hasta niños, que residen en barrios suburbanos) y hasta (y es lo más grave en definitiva) han sido apoyados expresamente por el Estado, en un hecho insólito e inédito, por decirlo de alguna manera. Hay un caso muy sonado, en el que se felicitó a un funcionario policial de apellido Chocobar por haber dado muerte (con excesivo uso de la fuerza pública, apelando a su arma reglamentaria con la cual efectuó disparos por la espalda) a una persona joven que huía desarmado después de cometer un arrebato en una calle bonaerense. Fue así: tras el hecho y cuando aún las investigaciones judiciales estaban en curso, y ya se vislumbraba que una caratula pesada (de homicidio agravado) estaba por sobre la cabeza del policía, sobrevino la invitación al acusado a asistir a la Casa Rosada (sede del gobierno argentino) para ser reconocido con bombos y platillos, por ese comportamiento,  por el presidente de la nación argentina en persona, Mauricio Macri y por la ministra de seguridad Patricia Bulrich, dándose forma a un mensaje dirigido a la fuerza policial, nada saludable, destinado a justificar esos procedimientos criminales y a ampararlos groseramente bajo el manto de la impunidad, dentro de lo que llamó después la doctrina Chocobar. Un mensaje de neto corte político, que seguramente -entre otros males- rayaría inclusive con la figura de apología del delito por el solo hecho de que se felicitó públicamente desde filas estatales a un funcionario policial por haber cometido un hecho penado por la Ley, y en el medio de una investigación.

Regresando a nuestro país, admitamos que acá los abusos policiales no llegaron a generar esos extremos, pero igualmente se dieron y se dan situaciones que deben preocuparnos sensiblemente, y solo uno de ellos -tomado al azar, dado que es el más reciente (sin contar con la acusación que pesa desde hace unos días sobre tres policías de la Guardia Republicana, de violar a dos mujeres en un patrullero, un hecho de otras características por cierto, pero que no puedo dejar en el tintero en estos tiempos)- nos da pie a reflexionar públicamente, de que el abuso policial, o el abuso de poder cometido por el funcionario o la funcionaria en las calles o en procedimientos, sea bajo violencia verbal,  a golpes de puño o  de bastón reglamentario, o apelando al uso excesivo de su arma de fuego, hace parte de una muy exacerbada cultura de la impunidad.

Parecería además estar muy vigente el concepto (de hecho distorsionado) de que por ser  policías, todo les está permitido, sumándose a esta premisa, por si fuera poco,la que emana de un criterio patriarcal de vieja data, instalado en nuestras sociedades latinoamericanas y a nivel mundial, entre quienes ostentan el poder, o sienten que tienen el poder, solo por el hecho de ser hombres ( y también mujeres) vistiendo un uniforme que los hace representantes de la Ley,  actuando con libertades que no les han sido otorgadas, ni por los protocolos de su profesión ni por las leyes vigentes. Para algunos esas serían las reglas de su juego, que no es el juego de la legalidad, obviamente.

Estaríamos horas debatiendo y analizando las causas más recónditas del abuso policial, pero en resumidas cuentas el abuso policial, el exceso en la función pública como policía existe, y es recriminable bajo todo punto de vista. 

En consecuencia, hay varias campanas que suenan alrededor de estas situaciones, y algunas de ellas (aclaro, solo algunas de ellas) atañen al Estado, ergo: al mando ministerial y al mando policial en sus más altos niveles de operatividad. Pero el principal elemento de vínculo se relaciona directamente con el concepto de la impunidad. La impunidad que cree puede tener siempre el funcionario policial es el alma mater del abuso policial, y del exceso del poder con todos sus extremismos. 

Va en todo esto, el cómo se forma al funcionario policial en la escuela de entrenamiento, dentro de los rangos que no hacen a la oficialidad; va en la forma en que a nivel de la oficialidad se entiende y se enseña la función policial (en la Escuela Nacional de Policía) y entre otras cosas también va en la forma en que se relacionan el sistema político y el mando policial, o cómo se interpreta su dinámica en el desarrollo de la función en las calles y en las reparticiones ministeriales, en el vínculo diario con el ciudadano. Esta en la tapa del libro asumir que se trata de un craso error, cuando por ejemplo como en este caso, en un procedimiento en extremo rutinario (de educación vial), un policía deshonesto, aplica un golpe de puño que lo acerca más a la figura del patotero, que a la del funcionario al servicio de la sociedad. 

No hay vuelta de hoja, gústenos o no, un abuso policial simple, por calificarlo de alguna manera, se transforma -casi matemáticamente- en el ABC de una cadena de hechos de corte delictivo futuros, que irían desde la corrupción, al cohecho y hasta el asesinato o la desaparición forzada seguida de muerte en manos de la Policía (como ocurrió en el caso Santiago Maldonado, por dar solo un ejemplo) ya sea por el exceso de la fuerza, producto del desequilibrio de la salud mental del funcionario, o por la puesta en práctica de  una ideología política -puede ser heredada de los tiempos de la dictadura militar- , o de una ideología que puede ser de género, o porque definitivamente esa persona no es apta para ejercer la profesión policial. Y eso significa que los controles, y los mecanismos, a la hora de validar ingresos en la fuerza policial, evidentemente fallaron y siguen fallando, o fueron y son muy tenues o en permisivos, en demasía.

Pero es un hecho bien claro, que hay algo -en el Estado- que está fallando o está haciendo agua, así de gráfico. Pueden acontecer hechos aislados, pero cuando son recurrentes, la alerta ha sido accionada, y solo restará agarrar el guante o mirar al costado.  Y ni hablar, cuando el funcionario policial ya se adentra en los tenebrosos senderos de practicar sobre los detenidos, humillaciones, acciones degradantes o torturas, o hace parte de la connivencia con el crimen organizado en todas sus expresiones, transformándose con el correr de los días, en un maestro del delito, escandalosamente amparado en su uniforme, en su rango y en su poder de turno. 

Resumiendo

En el caso del presunto caso de abuso contra el motociclista a quien se le aplicó la multa, los policías involucrados fueron separados del cargo y están bajo una urgente investigación interna, tomando intervención además la Fiscalía y a la Justicia. Pero, además, en las últimas horas la prensa consignó que un informe se divulgará desde un organismo estatal denominado Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura (MNP) conteniendo recomendaciones del Estado luego de analizar las más de 80 denuncias de presuntos casos de abuso policial a personas detenidas. En un apartado del informe, denominado prevención indirecta el MNP recomienda al Poder Judicial, a la fiscalía general de la Nación y al Ministerio del Interior que se “disponga de manera urgente una investigación administrativa en sus respectivas dependencias, a efectos de abordar las presuntas irregularidades denunciadas por los abogados defensores públicos". También desde filas del Instituto Nacional de Derechos Humano y Defensoría del Pueblo (INDDHH) se solicita una urgente investigación de los múltiples casos de abuso policial, coincidiendo con los defensores públicos, que se debilitaron las garantías en las detenciones y que las modificaciones introducidas por la Ley de Urgente Consideración (LUC) "han vuelto aún más difícil" verificar los episodios de la violencia policial.

Hace unos 20 años atrás, quizás un poco más, un muy alto jerarca de la Jefatura de Policía de Montevideo, de la Dirección de Investigaciones, aludiendo a un caso de abuso policial que se había denunciado ante la Justicia en Montevideo por aquellos días me confidenció, con estupor, indignación, rabia y desazón, que él sentado en su silla de mando de su despacho que daba a la calle San José, de la capital uruguaya, se sentía responsable del comportamiento equivocado de cualquiera de sus funcionarios, aun estando en su casa o en su oficina, porque el funcionario que trasgrede la ética de su profesión y comete desmanes o corrupciones “es porque hay algo que está fallando en la institución, hay algo que no está bien aceitado en la institución, en el sistema. Y es evidente que hasta yo mismo, quizás, estoy en falla, una vez que uno de mis funcionarios comete un error de esa naturaleza. Yo no he hecho el error, el abuso de funciones, pero igual soy responsable éticamente. Y eso me amarga, me sacude".

Veinte años después sus palabras tienen la misma fuerza (y la misma carga de franqueza y verdad) y una vigencia increíble. Como increíble es que las sociedades de ambas márgenes del Río de la Plata (Argentina, especialmente) sigamos cargando con esa mochila, ya con olor, color y sabor a mal endémico. 

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*Foto de portada: Diario Norte