Es de noche. Hace un agobiante calor. Y todo se torna más agobiante aun cuando nos vamos aproximando a la cárcel de Tacumbú, distante casi unos treinta minutos del centro de la capital. Hay un motín en proceso intramuros de este establecimiento de casi tres mil privados de libertad. Adentrándonos ya en las primeras calles del perímetro cercano al Penal, donde la luz solar se ha ido perdiendo en el horizonte y nos han ido abrazando las sombras de la noche, entre autos y vecinos sentados en las veredas tomando terere, vemos ya los primeros retenes policiales. Es todo lúgubre. Una violencia a secas, diría yo. La típica violencia que siempre se ve cuando hay motines en las cárceles. Las violencias que están presentes, pero no corre ni sangre ni hay olor a pólvora. Es solo la violencia de la tensión (y de la incertidumbre) en su más alta expresión. Que según el ojo que la mire, puede significar mucho o nada.
En cada esquina hay policías apostados. Fuertemente armados. Equipados para el choque. En cada esquina, como apiñados como racimos de uvas, también hay familiares de presos, con los ojos llorosos; con los rostros desencajados por el miedo. Los unos apretando celulares con la esperanza de tener noticias sobre lo que ocurre intramuros, los otros mirando con ansiedad hacia la calle que lleva al portón principal del Penal; mirando a medias, porque hay un cerrado cordón policial de grupo de choque que se les interpone y que les tapa la visión, como si se tratase de un muro. Un muro nada piadoso.
Se siente el murmullo de la incertidumbre, de los temores a que corra sangre. A que haya muerte. La muerte del privado de libertad que es una muerte muy diferente a la del hombre extramuros.
En treinta años como cronista policial estuve en no pocos motines, dentro y fuera de los establecimientos tomados por los privados de libertad. Estuve en el antes, en el durante y en el después. Alguna vez, inclusive, estuve oficiando como negociador para que se liberaran rehenes, dentro de un establecimiento tomado por jóvenes infractores, en la zona de La Tablada, en Montevideo. Y estuve allí, en las entrañas de un infierno en el que los jóvenes parecían ser los demonios, cuando en realidad los demonios estaban afuera.
Ahora en Asunción, arriba de un automóvil con mis amigos redactores Jorge y Omar, abriéndonos paso por una ancha avenida dividida por un cantero central, se me vienen a la mente las imágenes del ayer, que se asemejan a las de hoy.
Los mismos olores, las mismas presencias de una institucionalidad blindada y dispuesta a abrir fuego, si fuera necesario, sobre todo aquel que intente quebrar la estructura del uniforme sistémico, preparado para neutralizar a golpes o a plomo, al infractor, cuando en realidad, lo que más predomina en esos alrededores del infierno que es Tacumbú, son familiares quebrados por la desesperación y el miedo. Familiares que deambulan preguntando a troche y moche, por sus seres queridos privados de libertad, sin obtener respuestas. O más bien, obteniendo respuestas en tono de indiferencia, en tono de prepotencia, en tono de autoritarismo.
Pero esas son las reglas del sistema cuando hay motines o incidentes. Y ellos, los hombres del Estado, están para que esas sean las reglas del juego. Ese juego de poder que se extiende hacia las familias de los que están entre rejas. Porque cuando se ingresa a ese mundo de intramuros, pocas son las veces que los uniformados y las uniformadas asumen a los privados de libertad, como personas con derechos, con emociones, con afectos, con miedos, con seres queridos esperándolos y conteniéndolos extramuros. Esos seres queridos que ahora nos rodean, mientras nos agrupamos a las bocacalles del Penal para fisgonear juntos, allá a lo lejos, procurando saber qué deparará el destino.
Pero no hay forma de sortear el férreo cerco policial, ni siquiera a una cuadra de distancia del establecimiento bajo control de la población reclusa -más tarde supimos, que toda la penitenciaría estaba bajo dominio de la gente del clan Rotela- porque el perímetro de exclusión fue blindado horas antes, prácticamente antes de la caída del sol.
Bajo el amparo de la nocturnidad, se avistaron incendios en los alrededores, se escucharon disparos de armas de fuego, y muchos periodistas en medio de las confusiones propias de esa situación fueron incluso objeto de robos menores, y hasta de algunas prepotencias, pero no de parte de las fuerzas de seguridad, sino de desconocidos que buscaban sacar provecho de todo ese desmadre. Un desmadre que se prolongó hasta muy entrada la noche y que luego progresivamente se fue diluyendo.
Con las primeras luces del día siguiente la calma comenzó a instalarse dentro del Penal. Una nueva jornada en puerta. Una forma de dar vuelta la página después de una noche de perros.
Una nueva oportunidad para comenzar de cero, sin el lastre del sabor amargo del motín, que fue impacto nacional. Que fue impacto mediático.
Una nueva instancia para comprender que las violencias con el sello penitenciario, son únicas e inconfundibles, y que además dejan profundas huellas, intramuros y extramuros.
Para cerrar ese ciclo nos instalamos junto a una barrera metálica ubicada a escasa distancia del acceso principal al Penal. Se siente la calma, pero no están ausentes las medidas de seguridad, por más que visualizamos cómo los familiares de los reclusos se aproximan a la barrera y entregan alimentos para sus seres queridos.
Hay una decena de policías conformando una suerte de barrera humana. Hay junto a ellos efectivos militares. Hay una tanqueta ubicada a unos 50 metros. Y hay un helicóptero de la policía sobrevolando muy bajo sobre todo ese sector.
A través del portón central, que está entreabierto, no vemos actividad alguna en las entrañas del establecimiento. Solo se percibe una cierta modorra. La calma después de la tormenta. Esa tormenta que en las cárceles puede aparecer repentinamente, y puede acarrear todo tipo de destrozos. Destrozos en lo físico, en lo emocional y en los afectos. Destrozos, daños y violencias con el sello penitenciario. Destrozos, daños y violencias que no tienen fronteras. Que se ven allá, y acá. Y que a veces se repiten macabramente, como para escarmentarnos a todos. A los involucrados y a los observadores.
Violencias que hacen parte de ese submundo al que preferimos mantenerlo a distancia. Lejos de nuestras vidas.
Hace un calor insoportable. Hay algunas nubes sobre nosotros, pero el calor se duplica. Nos adormecería si no le ofreciésemos batalla. Estamos con Jorge y otros colegas de otros medios junto a una barrera metálica que nos impide llegar al portón junto a un callejón al frente mismo del establecimiento. Vemos al helicóptero pasando una y otra. Sobrevuela bajo.
De pronto, sin carta de presentación, sobreviene un incidente. A la vista de todos.
Un oficial y cuatro agentes en rápidos movimientos traspasan la barrera de contención y se dirigen hacia un joven sentado a nuestras espaldas, sobre una pequeña pendiente de pasto y tierra. Tiene una bolsa en mano y lleva puesta una campera de polietileno y una suerte de radio portátil relativamente grande. Los uniformados lo encaran.
De esa precisa acción de requisa policial, son testigos oculares las cámaras de televisión y nuestros celulares. Los vecinos que allí se encuentran comienzan a proferir algunas palabras. Hablan en guaraní. Casi de inmediato al joven se le encuentra un revólver, entre sus pertenencias. Todo fue cuestión de segundos. El oficial da la orden de que se lo detenga y los agentes proceden. Sobrevienen minutos de tensión porque el joven que ahora está con el torso desnudo -que visibilizan dos enormes cicatrices de cortes carcelarios- se resiste al arresto. Se desacata. Lanza al aire palabras en guaraní. Cuatro agentes luchan con él para esposarlo. Lo logran. Cae al suelo una vez, luego otra vez. El vecindario se alborota. Y hay un grito que sobresale. El joven esposado grita pidiendo a su madre. Insiste. Y se resiste. Tanto él como los agentes procuran no perder el equilibrio para no desplomarse sobre el terreno. Una mujer entra en escena. Policías femeninas hacen otro tanto. Grita palabras que no entendemos. El oficial al mando acelera la acción y en segundos el joven ha sido reducido. Es llevado a un patrullero. Ubicado en su interior es alejado del lugar, rumbo a la comisaria.
Todo regresa a la calma. La calma que siguió al motín. Esa calma que quebró ese joven que llevaba un revólver de juguete en tono oscuro.
“Con este calor insoportable este joven tenía una campera. Por estar dentro de un perímetro bajo estricto control policial nos llamó la atención. Para nosotros tenía actitud sospechosa. Hicimos lo que corresponde, más aún cuando venimos de una situación grave que ocurrió acá en el Penal. Lo requisamos, se le halló un revólver de juguete, se desacató y una vez esposado se lo trasladó a la comisaría más próxima, tal como toda la prensa lo filmó. Luego se conocerá su identidad y si tiene antecedentes. Y también se verá si se encontraba o no bajo los efectos de alguna sustancia. Y veremos si con ese juguete cometió algún delito. Fue un procedimiento normal, sin consecuencias. Ustedes lo vieron todo” fueron las declaraciones dadas allí mismo, apenas diez minutos después, por el Comisario Daniel Tellez, al mando del procedimiento.
Un procedimiento normal, seguramente, para el ojo policial. Pero para ese joven fue una violencia; y para su madre, otra violencia. Porque una violencia acarrea otras violencias.
Este joven no fue detenido dentro del establecimiento, lapso antes amotinado. Fue detenido a sus puertas, bajo un calor sofocante, portando un arma de juguete.
No vamos a cuestionar el procedimiento, porque no es el punto. El punto es remarcar que lo penitenciario es sinónimo de violencias propias. Violencias adjuntas. Violencias propias con historias de vida. Vidas en situación de emergencia. Vidas bajo control policial. Vidas bajo riesgo, porque pueden ser dañinas. Dañinas para con uno mismo o para con los demás. ¿Qué hubiera ocurrido de haber sido un arma verdadera la que portaba este joven? Tendríamos muchas hipótesis a modo de respuesta ¿Por qué portaba un arma de juguete? También nos surgen respuestas. ¿Fue quizás un episodio banal? Quizás.
Hubiera pasado esto; hubiera pasado aquello. Ya no importa. Ya fue. Pero este joven dejó su huella. La huella que significa vivir en situación de emergencia, para hacer parte de una violencia con el sello penitenciario, de una tarde de octubre, calurosa al mango.
Dejamos el lugar con Jorge Figueredo cuando comienza a caer una fina llovizna. Tras de nosotros, la calma de Tacumbú y por delante, otra etapa más en la vida de ese establecimiento. Una etapa de incertidumbres y de enigmas.
La corrupción penitenciaria que significó el motín, y los tóxicos vínculos entre el Estado y el clan Rotela nada tienen que ver con ese joven ¿O sí?
Foto: Antimafia Dos Mil