Los otros tres cumplirán 15 años de prisión

Cadena perpetua fue la sentencia que determinó el Tribunal Oral en lo Criminal número 1 de la provincia de Buenos Aires, por el crimen de Fernando Báez Sosa. La sentencia afecta a cinco de los ocho acusados, ellos son: Máximo Thomsen, Ciro Pertossi, Enzo Comelli, Matías Benicelli y Luciano Pertossi fueron encontrados culpables por ser “coautores penalmente responsables del homicidio doblemente agravado por el concurso premeditado de dos o más personas y por alevosía en concurso ideal por lesiones leves”. Una condena que representa 35 años de prisión. El resto de los acusados, Ayrton Viollaz, Blas Cinalli y Lucas Pertossi fueron encontrados culpables “como participes secundarios por el homicidio doblemente agravado por el concurso premeditado de dos o más personas y por alevosía en concurso ideal por lesiones leves”. Para ellos la condena conlleva 15 años de prisión.

Durante la lectura de la sentencia Máximo Thomsen se desmayó. También tuvo que ser retirada la prensa ante los gritos, insultos y acusaciones que recibieron de parte de los familiares de los ahora condenados.

Los rugbiers serán trasladados nuevamente al penal de Dolores donde estuvieron detenidos durante los últimos tres años, desde que fueron detenidos.

El tribunal, compuesto por los jueces María Claudia Castro, Emiliano Lazzari y Christian Rabaia, además ordenaron que se inicien acciones legales contra Juan Pedro Guarino y Tomás Colazo, que habían sido absueltos en una instancia previa, por el delito de falso testimonio. Una medida que responde a un pedido realizado por la Fiscalía.

Una masacre cultural

Una lagrima de impotencia me recorre la mejilla, la voz entrecortada por el esfuerzo y la rabia vuelven a repetir una vez más, ‘por favor, para’. En ese momento su mirada, el profundo de su mirada se cruza con la mía, y lo que hasta hace un momento parecía imposible, al fin sucede. Una inercia de violencia frena. Sería el verano del 97, o 98. Para ese entonces tengo unos 15 años, todavía no había pegado el estirón y pesaba “20 kilos con ropa mojada”, como siempre me decía un amigo. Frente a mí, arrasante, viene Cesar. Para ese entonces, él también tiene 15 años, quizás algunos meses más que yo, pero a diferencia de mí, Cesar siempre fue grandote. Se desarrolló temprano, como quien dice, y desde que éramos niños, más niños que en ese entonces, siempre fue reconocido por su agilidad y su fuerza. Es un excelente atleta.

En aquel entonces, Cesar, jugaba al rugby. Para los que conocen un poco de ese mundo, generalmente jugaba de 8, pero su agilidad y velocidad lo hacía un muy poderoso wing. Eran las épocas del all black Jonah Lomu. Su condición natural, sumadas a ciertas nobles características de su personalidad, que tiene hasta el día de hoy, hacían de Cesar un muy buen jugador y uno de los compañeros más queridos en cualquier grupo, dentro y fuera de la cancha.

Aquel amigo de toda la vida, amante de la naturaleza, repleto de afectos, inteligente, estudioso, considerado, amable e incluso romántico, estaba atravesado, como todos nosotros, por un contexto, por una cultura y por un tiempo histórico humanamente degradante y degradatorio. Corrían los últimos años del menemato.

Aquella noche de verano, Cesar venía rompiendo todo. Haciendo cuanto destrozo pudiera. Prestándole su cuerpo a una violencia cultural, arcaica que nos acompaña desde que Caín mato a Abel, por poner solo una fecha. Gracias a Dios, esa noche se cruzó con nuestra infancia y paró. Y digo gracias a Dios, porque algunas semanas más tarde, una serie de “accidentes” autoinfligidos lo sentaron en una silla de ruedas por algunos meses. Este impasse reflexivo permitió que del otro lado saliera un muchacho pacifico que reconectó con su esencia, aunque fue un proceso difícil, y largo que le llevó varios años. Generalmente madurar es así.

Esta anécdota, tonta quizás, fue uno de los primeros lugares que visitó mi ser cuando vi el caso de Fernando Báez Sosa, que hace poco más de tres años atrás fue brutalmente asesinado por una patota de jóvenes -jugadores de rugby-, que aparentemente no tenían nada mejor que hacer con sus vidas que replicar una violencia que nos pertenece a todos. Y me animo a hacer esta aseveración porque sería prácticamente imposible encontrar puntualmente la causante primaria. ¿Que origina que un grupo de individuos se asocie para cometer un crimen? ¿Quién fue el primer ofensor? ¿Fue condenado? ¿Fue resocializado? ¿El ofendido fue reparado? ¿Perdonó la ofensa?

Antecedentes de una crónica policial anunciada

Según varios testimonios que tuvieron lugar durante las audiencias judiciales, los rugbiers ya habían reproducido varios hechos de violencia en su localidad natal, en Zarate, en provincia de Buenos Aires. Pablo Gastón Zapata refirió ante el tribunal que Lucas Pertossi -uno de los rugbiers-, lo atacó en grupo en dos ocasiones. En la segunda llegó incluso a empujarlo por una escalera, fracturándole una pierna. Ese día Pertossi lo amenazó de muerte y le robó la moto. También declaró en ese sentido Francisco Santoro, quien detalló que los rugbiers “te ponían a prueba a ver tu reacción”. Y agregó: “La forma en que te provocan o buscan tu reacción es con empujones, a propósito. Un toque en la cabeza o un vaso derramado”. Santoro recordó que, en el 2019, durante una fiesta en El Pineral, Pertossi, junto a sus amigos protagonizaron una brutal pelea que terminó con varios heridos, “uno terminó hospitalizado con fractura de cadera”.

Uno de los testimonios más notables, respecto a los antecedentes y a las costumbres de los rugbiers, fue el aportado por Pablo Ventura, un joven remero que tuvo que soportar estar un mes preso, luego de que Máximo Thomsen -el líder de la patota de rugbiers-, lo acusara de haber participado del asesinato de Fernando, el día que fueron detenidos. Nada más distante a la verdad, Ventura, el día de los hechos estaba a cientos de kilómetros de distancia. El remero, que quedó completamente desafectado de las acusaciones, también se refirió a la conducta provocadora y amenazante de los agresores. Incluso afirmó un detalle de extrema sensibilidad, “siempre eran mayoría”, dijo.

Es importante destacar que todos estos hechos no fueron judicializados en su momento. Las razones serán diversas. Minimizar los hechos, normalizar las conductas, falta de asesoramiento o acompañamiento institucional, ignorancia, indiferencia o complicidad. Solo por nombrar algunas. Los padres, los amigos, los compañeros de estudio o de deporte, los entrenadores, las personas que rodean diariamente a estos jóvenes, ¿dónde estaban? ¿De qué forma incidieron en el curso de una línea de violencia que terminó en el homicidio de Fernando?

La violencia es definitivamente colectiva, y las consecuencias, cuando logramos identificarlas -en Argentina hay todavía al menos 30.000 desaparecidos-, son individuales. Una víctima, un culpable, una pena. Y esto es porque cada uno, en el momento que es atrapado por la violencia debe discernir para no reproducirla. La crisis cultural no puede servir de justificativo, tampoco de motivo, si movilizarnos hacia un lugar mejor, es lo que pretendemos.

El asesinato de Fernando, aquella noche del 18 de enero del 2020, a la salida de un boliche, fue un ataque brutal, explosivo, rápido y potente, propio del pack de forwards de un equipo de rugby. Fernando no tuvo oportunidad de luchar por su vida. Su lucha ahora la hacen sus padres, que con dignidad reclaman justicia. Una justicia que no solo se debe medir en años de condena, porque “tirar” a cualquier persona al sistema carcelario argentino, o latinoamericano, lejos está de ser un acto de justicia o resocializante. Pero es esta la justicia que humanamente supimos construir. ¿Tendremos tiempo de cambiarla?

Ahora los acusados por el crimen de Fernando, afrontaron la verdad, al escuchar las sentencias. No es su crimen sustancialmente distinto de otros hechos de sangre que asolan nuestra sociedad, sean femicidios o “ajustes de cuenta del narco”. No es su juventud sustancialmente distinta de otras que también recorren, cada una con sus particularidades, un proceso violencia, ¿sin freno?

Arrepentimiento y colaboración

Los rostros, los gestos y las palabras, las pocas palabras que mostraron los rugbiers durante las audiencias no reflejaron arrepentimiento, más allá del declarado explícitamente al cierre de los alegatos. Su conducta y su participación durante el juicio fueron tendientes a reducir las penas, el abogado Hugo Tomei incluso solicito la absolución de todos los implicados. Podrían haber elegido colaborar más que con la justicia, con la verdad. Podrían haber contado sus percepciones, y sus acciones sobre los hechos, en particular, sobre aquellos minutos previos al ataque donde coordinaron y premeditaron, según afirmaron los fiscales, el homicidio de Fernando. Pero no lo hicieron. Su silencio, su cofradía, parte de una cultura omertosa, reivindica la violencia. La misma violencia que eligieron una y otra vez en cada patada, cada puñetazo. Todos tuvieron oportunidad de frenar los hechos, repitió una y otra vez el fiscal Dávila.

Después de haber asesinado a Fernando, los rugbiers se alejaron altaneros de la escena. Se abrazaban, se arengaban, mientras su “hombría” se abría paso entre los testigos que estupefactos no pudieron hacer nada por salvar a Fernando. A pocas cuadras, algunos de los rugbiers fueron detenidos por agentes de policía frente al supermercado ‘Marina’, cuyas cámaras de seguridad registraron el hecho. Claramente se ve como Ciro Pertossi intenta limpiarse la sangre de sus manos, llega incluso a chuparse los dedos, intentando ocultar los rastros de la pelea. Los efectivos, sin mayores, los dejan ir. Y esto -el salir impunes del primer control-, según los acusadores del Ministerio Publico Fiscal, fue lo que los envalentonó para seguir como si nada. “Zafamos”, habrán pensado. Y se fueron a su casa, se cambiaron las ropas, salieron a desayunar, se sacaron fotos, fueron y vinieron mensajes por teléfono contando los hechos. Se vanagloriaban, alimentando un machismo estúpido, de haber asesinado a alguien. Eran intocables, impunes.

Eran criminales desde mucho antes de asesinar a Fernando. No eran miembros de una organización mafiosa o narcotraficante, pero replicaban en cierto nivel esa conducta. Organizarse, cometer un crimen, cometer varios crímenes, jurarse lealtad y silencio, intimidar y amedrentar a quienes se opusieran a sus objetivos. Eran unos muchachos patoteros, en camino a ser hombres, ¿pero qué clase de hombres?

Cientos y miles de crímenes aberrantes ocupan las páginas de nuestra historia. Una espiral de violencia, una cultura de violencia. Estamos frente a una masacre cultural, que cuando no logra asirse a las armas y a las balas, se vale de puños y de patadas, de piedras y de palos. Nos matamos entre nosotros cada vez que elegimos el odio.

Foto: captura de video

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