Jueves 5 Diciembre 2024

Sobran las evidencias, dentro y fuera del aparato institucional uruguayo, de que el narcotráfico transnacional se nos ha infiltrado con voracidad increíble. A una sumatoria de hechos de un ayer nada lejano, ahora hay que adosar, que, en menos de 30 días, dos narcos locales se fugaron por estar en goce de prisión domiciliaria: Juan Antonio González Bica y Miguel Ángel Leal da Costa Porto, y a lo largo del año, a la fecha, cinco en total, dadas las informaciones de las últimas horas. En paralelo, la fiscal Mónica Ferrero investiga una red de falsificadores de documentación, funcional a los narcos. Es más que evidente que rige una vulnerabilidad apabullante en filas estatales, con respecto al narcotráfico.

Por casi tres décadas ejercí la crónica policial en un medio televisivo y en prensa, y no recuerdo que la criminalidad organizada haya sido tan alevosa como ahora, dentro de nuestra sociedad, en cuanto a narcotráfico se refiere. Desde al menos 15 años atrás, por dar una fecha referente, el Uruguay está literalmente cooptado por la ideología criminal -y mafiosa- funcional al negocio que hoy da más ganancias a nivel mundial, como es el narcotráfico, y lo que es más grave aún, al narcotráfico transnacional

Por años, desde las redacciones -en el área de la crónica policial- se escribía asiduamente sobre traficantes locales. Traficantes de marihuana, que, por ejemplo, hacían sus viajes a Pedro Juan Caballero, -una ciudad paraguaya fronteriza con Brasil, que hoy es centro neurálgico de las mafias de la droga regional, donde los asesinatos a periodistas y a policías son recurrentes- para comprar toneladas de esa yerba, y armas; y también se daba el contrabando y el negocio de los autos, que en nuestro país se hurtaban para ser llevados a Paraguay para comercializarlos en el mercado negro. En años pasados, en el Uruguay hubo delincuencia, por cierto, observándose una violencia significativa dentro de un contexto delictual que tuvo sus figuras relevantes, pero no era virulenta, en la cotidianidad, aunque sí periódicamente, y a mí esto me consta por las coberturas que me tocaron en suerte.

Había traficantes, consumidores muchos de ellos, y elementos del crimen, que ya eran un problema para la policía, aun dentro del período en que estaba instalada la dictadura cívico militar. Y a la marihuana se sumó la cocaína, como materia prima de las actividades ilícitas. Una materia prima que siempre fue remuneradora, y daba muchos réditos. Y las evidencias de que esas ganancias desataban demonios a diestra y siniestra, y de diferente tenor, se visibilizaron muy pronto. Y a paso acelerados. El tráfico, de cocaína y de marihuana, y luego de pasta base, se esparció, no solo dentro de nuestro territorio, sino además en toda la región, desde Uruguay, pasando por Argentina, Brasil, y Paraguay, terminando en Bolivia, Perú, Centro América, Colombia y México. O sea, las rutas del narcotráfico en Latinoamérica comenzaron a delinearse progresivamente -quizás ya con miras a delinearse como rutas del narcotráfico internacional- y los periodistas policiales de los años 80, 90 y 2000, de radio, prensa y noticieros de televisión (y me comprenden las generales de la ley) comenzamos a escribir y hablar de estas realidades. Y hasta sabíamos entre “bambalinas” fehacientemente, que no pocos integrantes de las fuerzas policiales estaban haciendo parte de esas actividades, bajo diferentes modalidades, dentro de lo que podíamos definir como un narcotráfico local, pero sin mayores vueltas; corrupciones, contrabandos y “tranzas” de entre casa, dirían algunos, siendo en realidad delitos muy bien definidos.

Resumiendo, los años corrieron y ya en nuestros días, esa criminalidad fue tomando un muy fuerte sabor narco, y no solo creció a pasos agigantados, sino que se transformó en uno de los principales problemas (uno de los más graves que hoy están asumiendo las sociedades democráticas modernas) de nuestro país, de Latinoamérica y del mundo entero.

Y llegamos a este año, a este momento, en el que, haciendo un muy condensado balance, y mirando hacia atrás, debemos obligatoriamente que aceptar (dados los hechos que nos sorprenden día tras día), que desde poco antes del 2005 el narcotráfico local comenzó a dar señales -dentro de nuestras fronteras y más tarde, fuera de ellas- de que progresivamente se fueron dando las situaciones coyunturales y contextuales, para que el Uruguay se transformase no solo en un país propicio para el narcotráfico transnacional, sino además para que los muy sólidos intereses de las mafias del otro lado del Atlántico -en particular la italiana- y de los Cárteles de nuestro continente, se fueran instalado bajo diferentes formas, trasformando nuestro territorio nacional en un punto estratégico en la ruta de los narcos. Un país ideal para esas operaciones. Un país propicio para que toneladas y toneladas de cocaína puedan pasar en contenedores por el puerto de Montevideo, en la gran mayoría de las veces, para llegar en barcos cargueros a puertos europeos, mimetizando los cargamentos con productos o cargas diferentes. Un árbol criminal que fue cobrando una altura y una frondosidad de tal envergadura, que literalmente nos fue llevando a hacer parte de un enorme bosque delictual, hoy copioso por donde se lo mire, y de raíces muy profundas y múltiples. De hecho, un negocio, literalmente letal. Un negocio que se instaló en el Uruguay, y cuyos cimientos se van solidificando día tras día.

Los contenedores con toneladas de cocaína incautados en el puerto montevideano fueron los primeros y más mediáticos campanazos de una hecatombe en puerta, algo así como la antesala de un zarpazo criminal en gestión; y por el mes de setiembre de 2017, se suscitó un hecho por demás significativo, me refiero a la captura en pleno centro de Montevideo de Rocco Morabito, jefe de la organización mafiosa ‘Ndrangheta (la segunda más tenebrosa, de las cuatro organizaciones mafiosas italianas), literalmente un pez gordo instalado en el Uruguay desde quince años antes -en Maldonado- con identidad falsa: Francesco Capeletto. Su captura y años después su fuga de Cárcel Central -a escasos días de ser extraditado a Italia, de donde estaba prófugo desde hace 20 años- representó que su presencia en tierra uruguaya era el epicentro de un verdadero tsunami que se desató a la vista de todos, siendo la corrupción policial, la punta del iceberg más visible, síntoma inequívoco de una infiltración criminal ya en marcha en nuestra sociedad (y si se lo vemos en profundidad), dentro del Estado uruguayo. La evasión de Morabito fue escandalosa y marcó una etapa en el Uruguay; y fue, además, irremediablemente uno de los introitos del panorama actual. Fue una señal, a la vista de todos, de que los narcos locales (y de Argentina y Brasil, porque Morabito se movilizaba en todos esos países) venían operando con los extranjeros, en este caso, con el italiano de la Regio Calabria por excelencia. Y venían operando impunemente.

Después del episodio Morabito, el crimen organizado (la ideología mafiosa del narcotráfico transnacional) siguió su curso, dentro y fuera del Uruguay. Extra fronteras, los hechos más salientes comenzaron a emerger de entre las sombras: una y otra vez continuaron interceptándose voluminosos cargamentos de cocaína, en el puerto de Montevideo, y en puertos europeos, pero cuando esto no ocurría, era la señal ineludible, de que esos voluminosos paquetes, ya asiduamente transitaban como si nada, a espaldas de los controles.

Las rutas de tránsito de los narcos, desde Bolivia, Colombia o Perú, siempre incluían -incluyen- en su circuito, al Uruguay; pero hay más, en paralelo, el narcomenudeo en Uruguay se tornó en extremo violento: se registraron asiduamente hechos sangrientos de sicariato; se visibilizó una lucha de territorios para la venta de cocaína y de pasta base en Montevideo, y en algunos departamentos del interior del país; se tornó muy preocupante el gerenciamiento de esos grupos de narcomenudeo, desde centros carcelarios, en donde además ingresaba droga y celulares en un marco de corrupción intramuros, donde las violencias se agudizaron con un elevado saldo de muertos; a todo esto, en la región se fueron sucediendo hechos de violencia extrema: por ejemplo, una ciudad de Argentina, Rosario, se transformó en una ciudad como Palermo (de la Sicilia de los años 80 donde los asesinatos eran diarios, fruto de los enfrentamientos entre mafiosos, fruto de los atentados que estos hacían contra fiscales, magistrados, y fruto de los tiroteos con las autoridades); en Paraguay, a la corrupción ya abrazada al sistema político y judicial, y a los connubios de personajes de Horacio Cartes y otros de igual talla, con los narcos, se desataron vendavales en la vida política de ese país incrementándose violencias de grupos criminales locales y del Brasil, dejando un saldo de asesinatos de periodistas, de funcionarios públicos honestos y de magistrados; y en medio de todo ese dramático entorno se produjo un hecho en Colombia que hizo sonar las alarmas en varios países : el asesinato del fiscal Marcelo Pecci, en una playa del caribe, en una suerte de ajusticiamiento y mensaje dado al mundo, de que todo aquel que se interpone en los objetivos del narcotráfico transnacional sería eliminado a plomo, sin miramientos. En torno a este hecho, y tras la conmoción internacional, se capturó a los sicarios y a otros involucrados, pero de los mandantes ni rastros, porque esos actores siempre están protegidos. Expresamente protegidos, por el poder. ¿El poder? ¿Qué poder? El poder criminal, el poder de la ideología mafiosa, liada -en la gran mayoría de las veces- con el poder político; el poder de los funcionarios públicos desviados, de los Estados de países que son territorios ideales para las ideologías mafiosas, o son funcionales al narcotráfico, bajo diferentes modalidades.

El Uruguay, no solo está sumergiendo dentro de ese ciclón de criminalidad (y el poder civil sigue sin ser informado debidamente, salvo en circunstancias excepcionales y muy puntuales) sino que, además, muchas de sus instituciones, parecen ya estar infiltradas por los narcos. Las opiniones sobre esta realidad imperante es un tema de debate, y a nivel del gobierno de Luis Lacalle Pou, aunque todavía no se maneja el término “infiltración”, sí se cruzan opiniones y pareceres de diferente tenor, y en ese tono, pero aun manteniendo una rigurosa cautela.

En las últimas horas el ministro Heber se expresó ofuscado por dos hechos notorios, tangibles: las evasiones de dos narcos, me refiero a Juan Antonio González Bica y Miguel Ángel Leal da Costra Porto, gozando de prisión domiciliaria, uno de ellos con tobillera, después de que sus abogados y una organización de falsificadores de documentaciones para uso oficial , accionaron para que las juezas de sus respectivas causas, precisamente les otorgaran el beneficio de la reclusión en sus “hogares”, sin considerar que se trataba de dos sujetos ligados a un voraz narcotráfico local, con puntos suspensivos. Pero las últimas novedades que salieron a la luz pública apuntan a que en lo que va de este año, en realidad, fueron cinco los narcos que se fugaron en goce de prisión domiciliaria, de un total de 53 personas de ambos sexos, que están imputadas de delitos vinculados a drogas. Algo por demás preocupante, a todo nivel.

Solo después de estos hechos, el poder mediático se cargó las pilas, las autoridades comenzaron a poner las barbas en remojo, y otros en el ámbito político se cortaron las venas, y los asombros y los miedos entre ciudadanos y ciudadanas (de saber que estamos rodeados de narcos) comenzaron a ganar las calles, como si todo este asunto, hubiese salido a la luz pública de la noche a la mañana. Pero todos sabemos, o al menos, en ciertos niveles, mismo del gobierno, que esto no fue así. Todos sabemos que esto es solo el resultado de un proceso que comenzó hace ya bastante tiempo. Todos sabemos que nos adormilamos, o, mejor dicho, que en filas del Estado -de los gobiernos democráticos de los últimos 15 0 20 años- hubo más indiferencias que atenciones a este problema.

Las evidencias, de que estamos ya muy infiltrados por la criminalidad funcional al narcotráfico transnacional de un ayer no tan distante sobran. Pero solo mencionaremos las más trascendentes, o si se quiere las más mediáticas. A saber: amenazaron de muerte a la fiscal de estupefacientes Mónica Ferrero; atentaron con un explosivo; se advierten ciertas falencias en los controles que hace la SENACLAFT en cuanto a las operaciones de lavado de activos; se advierten vulnerabilidades en los controles en el puerto capitalino, especialmente en lo que concerniente a los scaners habilitados, situación que incluso fue denunciada en una carta dirigida desde ámbitos sindicales portuarios a las autoridades competentes; a la fuga de Rocco Morabito se sumó el hecho de que en no pocas oportunidades recibía la visita de un pesado narco mexicano del Cartel Los Cuini, quien estaba recluido en una dependencia ministerial distante, y que era llevado al edificio de San José y Carlos Quijano, con fuerte escolta policial y sin el consentimiento de la justicia; la entrega de un pasaporte especial en Dubai, Emiratos Árabes, al narco Sebastián Marset -hoy prófugo internacionalmente- a instancias de su abogado y con el visto bueno de funcionarios de los ministerios de Relaciones Exteriores y del Interior, hecho que está en investigación fiscal, investigación que desató un escándalo mayúsculo, que seguramente traerá en los próximos días un remolino de efectos, a todo nivel; la presencia de un funcionario policial, Alejandro Astesiano, imputado por la fiscalía por maniobras con pasaportes rusos, que no era ni más ni menos que el jefe de la custodia personal del presidente de la República, Luis Lacalle Pou, un hecho, si bien no ligado expresamente con el narcotráfico -al menos no comprobado hasta el momento- pero que demuestra sin tapujos el nivel de infiltración que alcanzó la ideología criminal dentro mismo de la Torre Ejecutiva y en el entorno más sensible del primer mandatario.

Y hay más hechos (o síntomas de vulnerabilidad a nivel del gobierno, respecto al narcotráfico) pero por hoy alcanzan y sobran los expuestos, para asumir, que ya es un hecho que el narcotráfico (transnacional) está alevosamente instalado en el Uruguay. Ya no hay duda. Ya no hay duda, también, que si no se actúa en consecuencia iremos acercándonos a vivir realidades como las de Ecuador, o como la de Rosario, en Argentina; o como la de Paraguay, donde literalmente, ya hay un narco estado, o hay una narco política, operante en demasía.

No hay que olvidar, que uno de los principales y más prioritarios socios del narcotráfico local y transnacional, a como viene su ritmo de infiltración y penetración, es el sistema político, es el sistema judicial y las fuerzas de seguridad. Y por si fuera, la politización del delito, hace también lo suyo. Y todo eso no se neutraliza exclusivamente con represión. Tengo que decirlo.

Foto: Dirección Nacional de Aduanas