Sábado 27 Abril 2024

Hace ya algunos años atrás, en pleno de mi carrera de cronista policial del diario Ultimas Noticias recuerdo perfectamente -y recalco, muy nítidamente- la jornada en la que se inauguraba el establecimiento COMCAR, (en la actualidad Unidad Número 4 “Santiago Vázquez”-INR) allí en las afueras de ese apacible y atractivo pueblo Santiago Vázquez, a orillas del río Santa Lucia (otro atractivo natural indiscutible) en suelo limítrofe de los departamentos de Montevideo y San José. Pero más recuerdo lo que viví en días previos a la inauguración del centro carcelario, la que se hizo con la pompa ministerial inevitable. Recuerdo recorrer palmo a palmo algunos de los flamantes módulos del amplísimo establecimiento, que se sumaba al ya existente Penal de Libertad, en el departamento de San José, una vez desmantelado el histórico Penal de Punta Carretas, en medio de un cruento motín, que también me tocó cubrir para el vespertino en el que trabajaba. Motín que desencadenó el cierre del histórico establecimiento, convertido más adelante en un moderno shoping capitalino.

Cada tramo que recorría de los módulos del COMCAR, fotógrafo conmigo, se olía a limpio, a nuevo, a impoluto. Y con esa visión, uno comenzaba a imaginarlo ocupado por personas privadas de su libertad, con sus dispares historias sobre sus espaldas. Como un sueño de que finalmente la deshumanización, que siempre caracterizo al hábitat penitenciario, se esfumara como por arte de magia, aún a sabiendas de que la presencia humana dejaría su inconfundible huella. Esa presencia humana de personas en sufrimiento, en el marco de una circunstancia donde el Estado, teóricamente velaría por su seguridad, por su subsistencia y por su “rehabilitación” como se dice; o por su “reinserción social” o más aún para la “profilaxis del delito”. Todas retóricas que no lograron ser allanadas íntegramente, en su mayoría, salvo excepciones.

Hoy cada tramo de cada Módulo del COMCAR dista mucho de ser el que yo conocí por aquellos años. Han pasado unos cuántos años desde su inauguración -en 1986, siendo su director el abogado Óscar Ravecca- pero los suficientes como para poder decir que allí, corrió mucha agua bajo el puente. Mucha agua.

Inaugurado con bombos y platillos en sus primeros años de vida fue una cárcel modelo, siendo que fue concebida como experiencia nacional para aplicar los preceptos del pacto de San José de Costa Rica, concepción que en Uruguay comenzó a aplicarla ya en 1938 Juan Carlos Gómez Folle al momento de reglamentar el régimen carcelario, los derechos y obligaciones de presos y autoridades.

Crónicas periodísticas de la época nos pautan un COMCAR donde había una clasificación y un tratamiento a cargo de técnicos de las más variadas áreas, destacándose abogados, escribanos, médicos de diversas especializades, sicólogos, asistentes sociales, pedagogos, maestros de artes y oficios, todos afianzados en un trabajo en armonía común, procurando equilibrar los criterios de peligrosidad que primaban en los policías con los parámetros técnicos de los profesionales, cuya tarea con los privados de libertad era de vital importancia, tanto que el régimen de vida era de movilidad progresiva, y cada tanto eran reevaluados y hasta podían cambiar de categoría.

Hoy, esas realidades no existen. Se fueron esfumando con el correr de los días, de los meses y de los años.

Hoy por hoy, reina allí una pavorosa superpoblación en todas las instalaciones que abarcan prácticamente unas 30 hectárea de territorio, en cuyas entrañas se han venido sucediendo todo tipo de situaciones, en las que se han visto involucrados, los residentes privados de la libertad y los guardias penitenciarios, conviviendo dentro de un contexto, que gradualmente fue cobrando complejidad vivencial, violencias de todo tipo y forma, corrupciones de todo tipo y forma, y por si fuera poco, muerte. Y obviamente motines, y todo lo que sugiere estar privado de la libertad, bajo parámetros de seguridad donde se han visto represiones, abusos de autoridad, excesos y negligencias en los controles, con el consiguiente plus de la corrupción en la función pública, permitiendo ingreso de sustancias, celulares, armas de fuego inclusive, las que se sumaron -y se suman hasta nuestros días- a los tradicionales cortes carcelarios, confeccionados por los internos. Un abanico de violencias, mixturado con buenas intenciones de muchos operadores, funcionarios, colaboradores, y los propios privados de la libertad, ansiosos por cumplir su pena y dejar atrás esas realidades. Lo santo y lo no tan santo, codeándose a diario. Proyectos sublimes y situaciones tensas que deshacían en segundos todo lo que algunos mandos propiciaban con aire innovador y con deseos honestos de hacer que ese infierno no fuera tal.

Pero las violencias en la convivencia, de matices y motivos múltiples, se fueron intensificando con los años, de manera preocupante. Aumentaron los homicidios y las confrontaciones entre privados de libertad, fueron dejando a paso veloz, heridos y más muertes. Miedos, y prepotencias que, sumados rigurosamente y con el marco de corrupciones dentro de la función pública de algunos guardias cárceles, oficiales algunos también, hicieron y hacen todavía, que hoy el COMCAR sea sinónimo de horror. Un horror, ya naturalizado.

Pero hubo más. Porque siempre hay más, cuando se trata de cárceles, en el Uruguay.

En días previos al cierre del pasado 2023, más específicamente el 28 de diciembre y madrugada del 29, se registró un incendio intencional en el módulo 4, en la celda 49, donde habitaban ocho personas privadas de su libertad. Fruto de un contexto de diferencias severas en la convivencia intra muros, algunas personas (¿internos?) lanzaron al interior de la celda -a través de una ventanilla de la puerta denominada sapo- una bombita de luz con combustible obtenida oportunamente de una máquina cortadora de pasto, con el único cometido de provocar un incendio, sumándose a este procedimiento, introducir en la celda un trozo de colchón empapado del líquido inflamable. En segundos, el fuego se adueñó del espacio celdario, quedando atrapados sus ocupantes. Desde la celda lindera se practicó un boquete y algunos de los residentes lograron ponerse a salvo. Otros no. En consecuencia, los internos afectados fueron hospitalizados presentando graves quemaduras.

Allí mismo perdieron la vida dos personas, otras dos en los días siguientes, una tercera luego y una sexta en las últimas horas: seis vidas en total se perdieron tras el incendio, permaneciendo internada en estado grave, una séptima persona. De las ocho personas privadas de libertad alojadas en la celda 49 solo una logró salvar su vida luego de estar varios días internado.

Un saldo estremecedor. Una verdadera e irrefutable evidencia de que algo anda muy mal en el sistema penitenciario. ¿Quizás la gota que desborda un vaso? Quizás. Pero la cuestión es que ya este panorama de deterioro convivencial en el ex COMCAR no tiene ya calificativo. Los hechos son más que elocuentes.

Tras registrarse el sexto fallecimiento el comisionado parlamentario para el sistema carcelario, el abogado Miguel Petit Muñoz fue categórico en señalar públicamente que no se trató de un motín, sino de un homicidio masivo, seguramente arraigado en diferencias personales existentes entre los privados de libertad del módulo 4. Por su parte en filas del Instituto Nacional de Rehabilitación, plantearon que se trató de un atentado.

En una expresa conferencia de prensa convocada en forma conjunta por el Comisionado Parlamentario Miguel Petit Muñoz y la directora del Instituto Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo (INDDHH) Jimena Fernández, se destacó que “este hecho marca una línea divisoria entre lo que era y es, y lo que debe ser y tendrá que ser, si queremos ser fieles a las tradiciones republicanas democráticas y humanistas del Uruguay”. Previamente, ya desde el gremio de ese Instituto se reclamó públicamente que garantizar la vida y las condiciones de las cárceles es responsabilidad del Estado.

En la rueda de prensa se dieron a conocer los nombres de los fallecidos. A saber: Lauro Matías Rivero Pereira, 25 años; Leonel Estéfano Rodríguez Fernández, 24 años; Gustavo Nicolás Fernández Basso, 32 años; Carlos Guillermo Barreto Suffo, 41 años; Carlos Alexander Olivera González, 31 años; y Héctor Iván Dutra Antonaccio, 26 años. Y se agregó ante los periodistas presentes: “Estos jóvenes no deben transformarse en un número más, ni en un hecho a olvidar por el pesar que provoca lo ocurrido, sino en un llamado a construir desde ya, aun en contexto electoral, líneas de trabajo que sirvan para avanzar hacia un sistema penitenciario propio del siglo XXI y de la tradición humanista del Uruguay”.

En otro momento enfatizaron algo que ya estaba por demás demostrado, en ese hecho criminal múltiple y en el derrotero que tomó con los años el COMCAR: “No se trata del primer caso de violencia extrema dentro de nuestras cárceles, el incumplimiento de los estándares de rehabilitación y educación en gran parte del sistema penitenciario es un fenómeno de larga, triste y desesperante data. Si bien se suman esfuerzos proactivos para su mejora, también se suceden eclosiones de violencia y problemas crecientes, como un nivel de superpoblación y hacinamiento, que implican la vulneración de derechos y comprometen el desarrollo de una buena convivencia y actividades de rehabilitación”.

“Los problemas estructurales en las unidades más complejas, ubicadas mayoritariamente en el área metropolitana, desbordan el esfuerzo, el compromiso y la proactividad de la amplia mayoría del personal penitenciario, que diariamente sostiene con humanismo su tarea. Las carencias refieren a ausencias o limitaciones persistentes desde tiempo atrás, de políticas públicas insuficientes, lo que no debe constituir una excusa para la resignación sino un motivo para aumentar los esfuerzos y generar respuestas en todos los ámbitos decisorios de los tres poderes del Estado: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Murieron seis personas jóvenes, frente a los cuales el Estado fracasó, ya no sólo en su obligación de dar oportunidades de rehabilitación, sino también en su obligación de preservar sus derechos fundamentales, como son el de la vida y el de la integridad personal”.

Abordándose la investigación penal en curso y dentro de la institución penitenciaria en la conferencia de prensa se dijo: “Cabe además y muy fundamentalmente preguntarse por qué se desarrolló esa conducta criminal ¿Qué lleva a que una persona o un grupo de personas ataque a quienes conviven con ellos y tienen una similar situación jurídica y de vida con una acción que sin dudas iba a generar la muerte o heridas gravísimas a sus numerosos destinatarios?”; “¿qué lleva a naturalizar en esas vidas una acción que tuvo como resultado seis muertes y varios heridos de entidad?”.

Y desde el estrado se atinó a dar una respuesta: “Es ineludible señalar que la causa subyacente de este horror está directamente vinculada con las pésimas condiciones carcelarias que existen en ese módulo y que varias veces, durante varios años, igual que a otros sectores del sistema, hemos calificado como ‘crueles, inhumanas o degradantes’, debido a que las personas que allí se encuentran no tienen acceso a tratamiento penitenciario, o sea, a actividades socioeducativas que conformen una agenda de rehabilitación o educación, como al que obligan nuestras normas nacionales y las normas internacionales a las que el país ha adherido. El hecho ocurrido muestra que el Estado uruguayo incumplió su deber de cuidado y tutela del derecho básico a la vida al tener condiciones materiales y de convivencia de alta precariedad, debiendo por lo tanto resarcir a las víctimas y a los familiares de las víctimas, quienes tienen sobrado derecho para recurrir judicialmente a ello si no ocurriera voluntariamente”.

“El Estado también es responsable civilmente por el daño que provoca la falta de tratamientos en las cárceles, y una adecuada defensa de los derechos de las personas privadas de libertad y sus familias ameritaría también acciones de reparación por el no cumplimiento de ciertos mínimos asistenciales, como son la alimentación inadecuada, las carencias materiales y sanitarias, la falta de tratamientos de salud mental y al consumo problemático, el acceso a alfabetización y a capacitación, todos ellos elementos contenidos en las normas penitenciarias a las que se ha obligado el Estado uruguayo ante la comunidad internacional y que deberían ser un rasgo distintivo del país en su bitácora de derechos humanos. Las condiciones de vida en buena parte de nuestras cárceles deben ser valoradas, por la administración de justicia, al momento de aplicar la pena o cuando se activan instrumentos liberatorios. El ciudadano tiene la obligación de respetar los derechos ajenos, no debe delinquir, y si delinque, debe cumplir una pena. El Estado, con el ciudadano que delinquió, tiene a su vez la obligación de que esa pena se cumpla en el marco de ciertos estándares mínimos de tratamiento, si lo incumple, perdiendo allí legitimidad, también debe reparar el daño. No son lo mismo cuatro años de pena en una cárcel ‘normal’, que en una cárcel sin tratamientos básicos”.

La ausencia de los tratamientos básicos en el COMCAR (en el sistema carcelario uruguayo) que se denuncian directamente -sin disimulo- en la conferencia de prensa, por parte de los técnicos en la materia, son más que elocuentes. Y no estoy, groseramente, cargando las culpas a la máxima autoridad en el Instituto Nacional de Rehabilitación de hoy , el Inspector Luis Mendoza , ni en sus antecesores, porque sé perfectamente que diferentes personas a esos niveles de mando -y me consta, tanto en prisión de hombres como de mujeres- han dado de sí mismas para que todo fuese diferente, pero más tarde o más temprano, las buenas intenciones quedaron en el camino -quizás por inacción u omisión- o literalmente, porque las mejores voluntades para que el sistema penitenciario no se transforme en lo que es hoy, fueron arrasadas por el sistema -o fagocitadas o infiltradas- por sectores corruptos dentro del establecimiento, o por un conjunto de situaciones y contextos, que perfectamente nos llevan a asumir, que las responsabilidades -las culpas, si se quiere- son compartidas, porque el equipo multidisciplinario que sugieren las prisiones ser terminaron contaminando e intoxicando por motivos diversos, por corrientes de ideología mafiosa funcionales a intereses subterráneos non santos. Y, en consecuencia, mal que nos pese y mal que les pese a algunos, estos horrores, son las consecuencias, los frutos. Horrores naturalizados, recurrentes. Muros infranqueables que vaya uno a saber qué gobierno próximo podrá derribar.

Los horrores intramuros de los establecimientos para privados de libertad, de la capital y del interior, persisten y son una asignatura pendiente, tanto para los mandos de las instituciones democráticas (a las cuales muchos les son hiper devotos), tanto para quienes integran el sistema político, y tanto más, para quienes vinculados profesionalmente a los residentes de esos edificios y de esas instalaciones, cumplen a diario su jornal laboral, llevando un uniforme o ejerciendo su profesión, según sus títulos universitarios y licenciaturas.

Por último, encarando este muy doloroso tema, no puedo evitar acordarme de lo ocurrido en el departamento de Rocha, en el 2010, en el mes de julio, más precisamente el día 8, cuando se registró un incendio dentro de un sector de la cárcel rochense, oportunidad en que perdieron la vida 12 personas privadas de su libertad. Tras una prolongada instancia judicial, finalmente hubo una resolución judicial tras demandas penales iniciadas contra el Estado. Se informó en este sentido, que el Ministerio del Interior deberá indemnizar por más de un millón de dólares a las familias de los doce fallecidos.

Oportunamente, el abogado de las familias de algunas de las víctimas, Julio Cadimar, señaló transparentemente: “No es cuestión del número, sino del reconocimiento de la responsabilidad estatal”.

“Pretendíamos un fallo judicial de condena. Los juicios llevan tiempo, cada uno tiene que hacer su parte de responsabilidad. Nosotros la demanda la presentamos a los cuatro años del hecho, si bien los primeros procesos se iniciaron en 2010. El fallo es en primera instancia y ahora las partes tendrán 15 días para analizarlo y resolver si apelan. Si en ese lapso no se plantean objeciones, la sentencia quedará firme y se procederá a las acciones correspondientes para el cobro de la indemnización. Esto fue la crónica de una muerte anunciada. El Estado, empresas públicas y privadas deben tomar resguardo cuando hay que tomarlos, no cuando las cosas surjan. El Ministerio del interior sabía que esto iba a pasar”.

A esta altura de los acontecimientos, la interrogante es inevitable: ¿Dado el contexto del sistema penitenciario, del COMCAR en definitiva, que es el establecimiento donde se han registrado estas muertes últimas debido al fuego intencional, las autoridades competentes del Ministerio del Interior, acaso no sabían que esto en algún iba a ocurrir?

¿Los hechos mismos significan una sola respuesta? Un sí rotundo. Una vez más.

Foto: 970universal.com