Jueves 16 Mayo 2024

El mayor baño de sangre que recuerda la humanidad, más de 50 millones de muertos, de los cuales 16 millones fueron soviéticos, parecía haber pasado, diluido entre los recuerdos de un tiempo que fue o de las buenas intenciones del "que nunca vuelva a suceder". En el contexto del bla-bla-bla y de salvaguardar a la humanidad de las guerras, la anterior Sociedad de Naciones fue reconstruida y se la llamó ONU, dejando a todos con la ilusión de que serviría para garantizar la paz, incluso a costa de intervenir militarmente en los lugares en conflicto donde no hubiera señales de que fueran a terminar. Pero 85 años de paz general, por muy armada que fuera, al menos en el sector "occidental", tal vez parecieron suficientes como para empezar de nuevo. Los traficantes de armas empezaron a fibrilar, nunca antes había sucedido que no se hubiera ampliado el conflicto: en Serbia hubo una demostración, pero todo terminó demasiado pronto. Y entonces comenzó en Ucrania, cuando los rusos decidieron poner fin a un conflicto clandestino que duraba ocho años, recuperar Crimea y los cuatro estados vecinos de habla rusa oprimidos por el acoso de los ucranianos y los pronazis de las brigadas Wagner. Putin, más allá de la elección militar, de la guerra, tiene la responsabilidad histórica de haber quitado el tapón de la caja de Pandora, de haber roto el bloqueo de la maldad reprimida y de haberla liberado. Y así el fuego se extendió a Palestina, uno de los sectores más candentes del planeta, con la infame masacre llevada a cabo por Hamas, ciertamente con el objetivo provocador de empujar a Israel a la guerra y la masacre, pero sin ningún plan sobre cómo construir un nuevo Estado palestino. Ignoramos a una treintena de conflictos locales más, llenos de muertes y crueldad, que no son noticia, y luego, a esa notable estela de inmigrantes y refugiados de guerra que está poblando el fondo del Mediterráneo de muertos y de vivos Libia, Turquía, el norte de Europa, los barrios marginales del sur de Italia, verdaderos campos de concentración llenos de cadáveres. No es inesperado el despertar del odio, que poco a poco va conquistando vastas zonas del mundo, para intentar llegar al choque final en el que quedarán escombros y silencio: un camino típico de esa parte del hombre que Freud identificó en Tánatos, el instinto de muerte, la agresividad innata que lleva a los seres humanos al choque para consumir el abuso de los demás, la destrucción, el fomento del odio, para asegurar la victoria sobre la voluntad de paz, sobre la laboriosidad constructiva, sobre la convivencia y sobre la colaboración. Es estar juntos y construir o dividir y destruir: vida-muerte, guerra-paz, más-menos. Una vez despertado el odio, que tal vez nunca se había dormido, encontró cebo fácil en todos los descontentos, oportunamente impulsados por los señores de la información, y así los que no tenían enemigos se inventaron uno, ya sea uno o cien mil inmigrantes, sea quien sea, quien era pacifista fue acusado de estar con el agresor, por ser aquel al que le conviene la paz, quien quería permanecer equidistante pasó a ser amigo del agresor, porque no se había puesto del lado de los oprimidos, quien tenía un plan político distinto al del gobierno era enemigo de la patria, porque en el momento de emergencia era necesario ponerse del lado del gobierno, etc., todas cosas que ya habían sido probadas en las últimas dos guerras mundiales y copiadas directamente, incluidas las reglas y técnicas sugeridas por los Gobblins, ministros de la propaganda nazi, para ganar el consenso de las masas. Todo el periodismo de derecha mundial conoce estas estrategias: el italiano, después de haberse nutrido del dinero de Mediaset, ha alimentado su veneno con la propiedad de todas las máquinas y agencias de información, incluso con el control de las grandes redes internacionales, eligiendo cada día los temas y las consignas con las que alimentar el odio y orientar las opiniones de los oyentes.

Como se sabe, en 1932 Einstein escribió una carta a Freud en la que le planteaba algunas preguntas, entre ellas si el hombre, utilizando su inteligencia, sería capaz de liberarse de las guerras. En su carta ya se escondían algunas respuestas que Freud habría confirmado: "Sólo es posible dar una respuesta. Porque el hombre tiene en sí el placer de odiar y destruir. En tiempos normales su pasión permanece latente, sólo emerge en circunstancias excepcionales; pero es bastante fácil avivarlo y llevarlo a las alturas de una psicosis colectiva".

Freud respondió: "Nuestro impulso destructivo está presente en cada ser vivo y su aspiración es arruinarlo, devolverle la vida al estado de materia inanimada. … La pulsión de muerte se convierte en pulsión destructiva cuando, con la ayuda de ciertos órganos, se dirige hacia afuera, hacia los objetos. El ser vivo protege, por así decirlo, su propia vida destruyendo la ajena".

A pesar de la amargura de constatar que la racionalidad es incapaz de mantener bajo control la pulsión de la muerte, Freud concluye con un hilo de esperanza: "¿Cuánto tiempo tendremos que esperar para que otros también se vuelvan pacifistas? No podemos decirlo, pero tal vez no sea utópico esperar que la influencia de dos factores -una actitud más civilizada y el temor justificado a los efectos de una futura guerra- ponga fin a las guerras en un tiempo previsible. De qué manera directa o indirecta, no podemos adivinar. Mientras tanto, podemos decir que todo lo que favorece el proceso de civilización también actúa contra la guerra". Era una esperanza destinada a naufragar en el océano de sangre de la Segunda Guerra Mundial. Y así el problema vuelve a surgir en su cruel realidad: hay traficantes de armas que son verdaderos centros de poder y creadores de decisiones de los Estados; después está la prensa, que amplifica las opciones del régimen, fomenta fenómenos de odio o de amor hacia el antagonista o el líder amigo y es una verdadera máquina de ensuciar; luego están los dueños del mercado económico, que va desde los precios de los alimentos, pasando por los del combustible, el agua, los fertilizantes, las herramientas de trabajo, todo lo que pueda servir para una economía de vida o de supervivencia, hasta según el momento o la decisión de destruir un sector para sobrevalorar otro. Son ellos los que hacen la guerra, porque las guerras significan negocios, drenaje de dinero, recomposiciones sociales de personas que, después de la violencia que han experimentado, están dispuestas a aceptar más violencia para sobrevivir. Hoy, desde 1932, hay algo más o aparentemente diferente: el tejido social se ha desintegrado por completo, el ciudadano ha sido encerrado en su casa o en la oficina, sin iniciativa alguna ni herramienta de socialización. La gente se encuentra en el supermercado o en la calle para saludar y luego se va a casa a convivir con esa parte de ella misma que es el celular, o con producciones televisivas en serie. Por tanto, la perspectiva de revuelta, de agitación social, de rebelión ha desaparecido: todo se convierte en aceptación, como si lo que sucede fuera estuviera incluido en el círculo de la inevitabilidad. La fuerza de convicción de los medios de comunicación se ha convertido en la forma normal y común de pensar, de la que las controversias son sólo herramientas de apoyo y refuerzo; el tejido social se ha debilitado aún más, las relaciones familiares parecen reducirse a simples lazos de sangre, sin afecto ni ayuda mutua; la competencia en el mercado laboral, causada por la tecnología, por el aumento de la plusvalía, por la competencia de quienes ofrecen sus servicios a un precio más bajo, ha provocado pérdidas de empleo, dificultades e imposibilidad de organizar un proyecto, de hacer frente a un préstamo, de construir una casa o una familia, de hacer una inversión productiva. La brecha entre el máximo de riqueza y el de pobreza no frena el hambre de dinero y el deseo de aumentarlo mediante guerras. Habiendo fracasado el papel de la ONU, debido a los vetos mutuos entre los distintos Estados, la cohesión política de la OTAN, comandada por los Estados Unidos, sigue siendo insuficiente para garantizar el equilibrio mundial, si no es con el terror contra aquellos que, dependiendo del cambio de la situación, para mantener el equilibrio político estadounidense, son etiquetados como "Estados rebeldes". Un gran cuadro de perspectivas oscuras, de eso no hay duda. Todo está en un pensamiento de Mario Improta: "Quién sabe si todas las personas traicionadas y decepcionadas de la Tierra, todas las personas distraídas y todos aquellos que esperaban buenas intenciones como buenos ciudadanos, podrán algún día cambiar estas lógicas. Y transformar la traición en venganza, la decepción en determinación, la distracción en firmeza, la esperanza en meta. Tal vez. Por el momento, podemos estar indignados por la hipocresía de la mayoría. Pero no será suficiente".

Foto de portada: Deb Photo

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