Sábado 18 Mayo 2024

Los ecos del autoritarismo y sus violencias -hoy filtrados a través de los llamados discursos de odio- desfilan frente a la mirada incrédula de la gente que parecería haber olvidado la crudeza del terrorismo de Estado. Incluso hay -y habrá- quienes se animan a negarlo. Muchos reconocen su existencia en un pasado demasiado lejano como para que vuelva a repetirse, influenciados, quizás, más por el instinto de autopreservación que por la ingenuidad. Otros, en cambio, persisten en mantener la memoria viva para recordar, que hubo un tiempo donde la libertad se pagaba con la vida.

En setiembre se cumplieron los 50 años del golpe de Estado que derrocó a Salvador Allende. Un gobierno popular que se alzaba como un bastión de resistencia frente al despotismo que azolaba la región y que se preparaba para avanzar hacia el genocidio. Un gobierno que soportó -antes de ser envestido por la brutalidad castrense-, las presiones “diplomáticas” del entorno. Uno de los momentos de mayor tensión se vivió durante los últimos días de agosto de 1972, cuando un grupo de guerrilleros argentinos arribaron a Chile luego de haberse fugado del penal de Rawson. Hecho que desembocó en la masacre de Trelew.

Aquellos días, en un gesto de coherencia, Allende eligió la libertad de los fugados permitiendo que siguieran su viaje hacia el exilio en Cuba. Este gesto fue recordado por el abogado argentino Eduardo Luis Duhalde, en una carta que escribió en agosto de 1988, al cumplirse los 16 años de la masacre y que fue rescatada por Alicia Bonet -compañera del Indio Bonet, uno de los fusilados en Trelew-, el día que Duhalde partió rumbo a la eternidad. Carta que recientemente fue republicada por la Gremial de Abogados que Duhalde ayudó a fundar en aquellos años de violencia política, que continúan haciendo eco, lamentablemente, hasta nuestros días.

Escribe Eduardo:

“A 16 años de la epopeya y de la masacre de los prisioneros políticos en Trelew, siento más la necesidad de aportar algunos recuerdos que ayuden a dimensionar vitalmente aquellas jornadas, que hacer un análisis más distanciado.

Este es a mi juicio, el aporte que podemos hacer quienes estuvimos directamente vinculados con Trelew, aunque tal vez, pese al tiempo transcurrido, no haya llegado el momento de llegar al fondo de la historia. Es que la existencia viva del aparato represivo y también de protagonistas sobrevivientes de aquella epopeya, impiden aun, la abundancia de detalles que sin embargo son invalorables. La historia de la lucha de liberación de los pueblos sólo se puede realizar en plenitud después de la victoria. Esto es así. Ese es el momento de recuperar todos los amargos sacrificios, como decía Cooke, y correr los telones que antes impone la necesaria seguridad.

Uno

Trelew, en lo que fue como plan de fuga, nace desde adentro del penal. Sólo los presos pudieron plantearse ese gigantesco desafío. Ninguna dirección externa a la cárcel de las organizaciones revolucionarias pudo imaginar ningún plan en ese sentido en el que se jugaba la vida de la totalidad de los prisioneros, incluidos los principales dirigentes de las organizaciones, por entonces presos. En esa decisión y en la firmeza de su planteamiento hubo dos hombres inconmovibles: Marcelo Osatinsky y Mario Roberto Santucho. Al mismo tiempo, un principio tan controvertible como que la “cárcel es una forja de los revolucionarios” encontró razón de ser en otro militante, que cayó prisionero sin tener dimensión relevante y que en la cárcel alcanzó una estatura de gigante: Mariano Pujadas. Y un motor colectivo que puso pasión y alegría a esa silenciosa y febril tarea de planificar la libertad y herir de muerte a la dictadura: el pabellón de mujeres, con Susana Lesgart, Ana María Villarreal, Clarisa Lea Place, María Angélica Sabelli y María Antonia Berger a su cabeza.

Me emociona el recuerdo de esos dos meses previos: todos eran conscientes que era más fácil morir que salir totalmente con éxito. Pero cada hombre, cada mujer comprometida, había recuperado la alegría de saberse combatientes activos, y allí estaban con serenidad, planteándose su apuesta a la vida, a ser protagonistas, a producir un hecho que decidiera la derrota política de la dictadura lanussista y permitiera avanzar en el camino de recuperar la soberanía popular.

Como abogado –sometido al secreto profesional protegiendo el inalienable derecho de todo prisionero a planificar la libertad- me tocó junto a Ortega Peña, ser emisario de los prisioneros de Rawson ante sus similares –centenares- en la cárcel de Chaco. El mensaje era muy claro y muy escueto. En Rawson se estaba preparando la fuga, si tenía éxito, ello podría traer como represalia la masacre de los prisioneros en la cárcel del Chaco. Querían conocer la opinión de éstos. Los responsables políticos de cada pabellón lo discutieron colectivamente. La respuesta fue unánime: ¡Adelante!

Dos

A las pocas horas de producida la fuga, los abogados defensores de los 19 prisioneros capturados en el Aeropuerto, partimos en dos automóviles para Trelew. El gobierno había ordenado que se suspendiera la venta de pasajes en avión. Allí fuimos con Ortega Peña, Rodolfo Matarollo, Carlos González Gartland y algunos más. En mi caso, era co-defensor de 14 de ellos. Fue un viaje desde Buenos Aires de un tirón. Aunque es una forma de decir: cinco veces fuimos demorados en distintos controles policiales. Allí comenzó una lucha ante el juez de la Cámara del Terror Jorge Quiroga, con el juzgado de Rawson y ante las autoridades militares, donde terminamos los abogados presos por orden militar. Por un momento, pensamos que podíamos ser fusilados en el patio de la comisaría. Tan tensa era la situación. Junto a nosotros, fue detenido un amigo entrañable, abogado de esa zona, que ese día fue marcado a muerte, al que ejecutaron después del 24 de marzo del 76: Mario Abel Amaya. El día 21 comprendimos que la batalla de asegurarles la vida estaba perdida: flotaba sobre Trelew un clima de muerte. Los abogados recuperamos la libertad, menos Amaya. Nuestra impotencia era total, ya habían volado en Trelew el estudio jurídico donde íbamos a realizar la conferencia de prensa. Era preciso volver a Buenos Aires, para denunciar públicamente lo que iba a ocurrir. Nuevamente el largo camino con los atropellos en cada puesto policial. El 22, Ortega Peña fue el encargado de hacer la conferencia de prensa. No pudo hacerlo en el lugar previsto: la sede de la Gremial de A bogados en la calle Suipacha; un rato antes fue volada con explosivos. La hizo en la calle. La Masacre se había producido. Premeditada, fríamente elaborada como represalia. Toda la cúpula militar, Lanusse incluido, no fue ajena al crimen.

Tres

En la mañana del día 22, cuando apenas comenzaban a filtrarse las primeras noticias de la masacre, partí para Santiago de Chile, con Gustavo Rosa y Mario Hernández. Yo iba en mi calidad de defensor de Santucho, Quieto, Osatinsky, Gorriarán y Vaca Narvaja. Era preciso negociar con el gobierno de Salvador Allende que los fugados de Trelew no fueran devueltos a la Argentina, y que tampoco quedaran en una cárcel chilena, permitiéndoseles seguir viaje a Cuba.

Cuando llegamos al aeropuerto de Pudahuel supimos la dimensión de la masacre. Conmovidos ante el horror fuimos al Palacio de la Moneda y allí tomamos conocimiento que el gobierno chileno no sabía cómo darles la noticia a quienes estaban presos en la Jefatura de Policía: temían su reacción. Habían optado por requisarles el aparato de radio y eso “tenía a los guerrilleros argentinos sumamente nerviosos”. Pedimos ser nosotros quienes asumiéramos ese deber. Fue una escena inenarrable de dolor, pero una lección inolvidable de la grandeza que puede dar una moral revolucionaria. Me tocó decirle a Santucho y a Vaca Narvaja que sus esposas, sus compañeras, habían sido asesinadas y al resto que habían perdido a sus mejores hermanos. La reacción de cada uno fue diferente, pero todas de una inconmensurable dignidad, en esos puños apretados, en esas lágrimas viriles.

Cuatro

La negociación en Chile por la libertad de los prisioneros fue difícil. Eran muy fuertes las presiones del gobierno argentino, de la cancillería brasileña, de la justicia y de los militares trasandinos. El propio Partido Socialista, sin dudar de la justeza del pedido de libertad, no dejaba de señalar el acorralamiento del gobierno de Allende. Todo parecía indicar que iban a tener que permanecer largos meses en las prisiones chilenas hasta que se aquietaran los ánimos. Luego de dos o tres días de febriles gestiones fuimos invitados con Gustavo Roca a almorzar al Palacio de la Moneda. Allende nos sentó a cada uno a su lado y la larga mesa se completaba con la totalidad de su gabinete. El presidente nos informó –tanto Roca como yo teníamos con él una fraterna amistad- que quería que asistiéramos a esa reunión donde se iba a tomar una decisión definitiva. Tras una breve introducción suya, fue dando la palabra de cada ministro.

Comenzando por Clodomiro Almeyda, su Canciller. Uno a uno, con algunas excepciones como el jurista Novoa Nonreal, fueron terminantes: debían quedar presos sometidos a la decisión de la justicia chilena. Nuestra desazón era total. Al final Salvador Allende tomó la palabra. Comenzó recordándonos que es un gobierno socialista, pero en un país capitalista. “Aquí funciona además la división de poderes, aunque la justicia esté en manos de los momios” “y Chile no puede ser como un portaviones”, nos dijo. Después nos fue repitiendo uno a uno los argumentos negativos de sus ministros. A nosotros casi no se nos veía en la silla. “Por todas estas razones –agregó- no puede jurídica ni políticamente accederse al pedido de seguir viaje”. En ese instante golpeó la mesa con fuerza y dijo: “¡Pero este es un gobierno socialista, mierda! ¡Y esta noche siguen viaje a Cuba!”, ante nuestra alegría y el estupor de alguno de sus colaboradores. Y así fue. Salvador Allende había dado otra muestra de su coherencia. La que legó a la historia, luego, un 11 de setiembre de 1973”.

Foto: fja.org