Funcionaron al menos 700 Centros Clandestinos de Detención Cuando era niño, de camino a la adolescencia, me tocó escuchar algunas recomendaciones que los adultos les realizaban a los hermanos mayores, que detrás de sus hormonas salían a hacer sus primeras incursiones por la vida social y nocturna típica de aquellos primeros años 90. “Que el abrigo, que la plata para volver, que ojo con andar tomando de más, que no se peleen”; todo lo de rutina. De todas las indicaciones, una en particular destacaba por su crudeza, e iba especialmente dirigida a las adolescentes, “si les pasa algo no vayan a la comisaría, porque ahí son todos violadores. Es preferible ir con los bomberos”. Recién hoy, a mis 40, rodeado de juventudes por cuidar -aunque son ellos los que nos cuidan a nosotros-, logró dimensionar aquel temor que parecía tan irracional, tan infundado, pero que tenía, y tiene, en la piel, las llagas de una historia latinoamericana secuestrada, torturada, violada y desaparecida a manos del terrorismo de Estado, el cual hasta el día de hoy se perpetua impune. En la República Argentina funcionaron más de 700 Centros Clandestinos de Detención (CCD) dónde se violentaron sistemáticamente los derechos humanos de la población, especialmente durante la etapa de exterminio militar de la dictadura cívica, empresarial y eclesiástica, pero no solo. La clandestinidad de estos lugares no estaba signada tanto por su ubicación criptica o desconocida, sino más bien por el tipo de operatoria que en ellos se realizaba, la cual era al margen de toda legalidad. En este sentido hay que considerar que muchos de estos espacios se encontraban emplazados en el medio de las ciudades, en lugares institucionales, destacándose el emblemático caso de la ex ESMA, de la avenida del Libertado al 8200, un predio de 17 hectáreas rodeado por uno de los barrios más coquetos de la Capital Federal. El desfile de tropas, de vehículos y de detenidos se realizaba a toda hora, a vista de todo el mundo. Otra importante consideración es que no todos los detenidos fueron asesinados o desaparecidos; un gran y considerable número de sobrevivientes fueron soltados, depositados nuevamente en el entramado social, bajo amenaza por supuesto, como un símbolo prematuro de la impunidad. La tortura como institución Muchos de los CCD se implementaron en predios militares y policiales, dónde se reproducía la violencia estatal y política del país desde siempre. Tomo como ejemplo a Leopoldo Lugones, el hijo del poeta, que tenía a su mando a casi 300 hombres de la policía política de la dictadura de Uriburu (1930), y había instalado en la dependencia policial un centro de torturas conocido como “el jardín de los suplicios”. Pero hacia principios de los 70, está lógica de la tortura se proyectaba de manera sistemática. Luego de la masacre de Trelew (en agosto de 1972), y del proceso de amnistía efectuado durante el breve gobierno de Héctor Campora (en mayo de 1973), finalizó una etapa experimental de concentración masiva de detenidos políticos en establecimientos institucionales, dónde se imponían apremios y torturas de manera “tradicional”. Pero en simultáneo nacía la estructuración de grupos paramilitares que operaban lisa y llanamente en la clandestinidad, apoyados y amparados por las instituciones legales del Estado. Entre estos grupos quizás el más infame sea la Alianza Anticomunista Argentina, signada por su gen nazista, más que fascista, que reclutó entre sus filas a personajes como el terrible Aníbal Gordon, quien inexplicablemente había fugado del penal de Devoto, mezclado entre los detenidos políticos liberados por Campora el día de la amnistía. Por si fuera poco, Gordon, salió junto al criminal de guerra nazi François Chiappe, quien operaba una red internacional de narcotraficantes, rufianes y criminales, junto con Auguste Ricord, otro de las OAS (una agrupación nazista francesa), quien luego de operar durante años desde Buenos Aires, mudó sus negocios a Asunción bajo el amparo y la amistad íntima del dictador paraguayo Alfredo Stroessner. Estas “coincidencias” entre criminales, narcotraficantes y represores internacionales será una de las piezas claves de los circuitos clandestinos del Plan Cóndor, que reproducirá los métodos de siniestros personajes como el SS Klaus Barbie o el CIA Dan Mitrione. Vuelo Cero Mucho antes de que se abrieran en Argentina los campos de concentración y exterminio, cómo lo fueron la ex ESMA y Campo de Mayo, e incluso antes de la "guerra contra la guerrilla", mercenarios al servicio de intereses geopolíticos -incluso por sobre las rencillas ideológicas o discursivas, internas o locales-, atravesaban fronteras llevando muerte, secuestrados y botines de guerra, con la venía de las máximas jerarquías militares y políticas del país, tal como lo revelan los vuelos del cóndor. Uno de los puntos aún bajo el velo de la omertá es, ¿en qué momento comenzaron a operar estos centros clandestinos? Judicialmente, la novedad en Argentina es la casona de calle Bacacay, que operó como un antecedente de Automotores Orletti, ambos ubicados en la misma manzana, en el barrio de Floresta en Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Ambos bajo los dominios de la patota de Aníbal Gordon, que con la venia de la SIDE (Secretaría de Inteligencia del Estado), realizaba operaciones clandestinas junto a agentes militares y policiales, tanto argentinos como uruguayos y chilenos. En Bacacay, según las investigaciones del juez Daniel Rafecas, fueron retenidos luego de su secuestro el senador uruguayo Zelmar Michelini y el presidente de la cámara de Diputados de la República Oriental del Uruguay, Héctor 'Toba' Gutiérrez Ruíz. Ambos habían sido forzados a exiliarse luego del golpe en el 73, y estaban refugiados legalmente en Buenos Aires. Ambos realizaban una fundamental tarea de denuncia, sobre los crímenes de lesa humanidad del régimen cívico militar comandado por Juan María Bordaberry. Zelmar y el Toba -junto con el matrimonio Barredo Whitelaw-, fueron torturados y asesinados en Bacacay. El 20 de mayo de 1976 fueron dejados en la vía pública, en un claro mensaje de tipo mafioso; "nadie está a salvo". Bacacay pudo ser identificado recién en el 2020 gracias a la desclasificación de un archivo secreto de la CIA estadounidense, fechado en 1976. Desde entonces –por lo menos- se conoce la ubicación exacta de este lugar en el que funcionaba un CCD, dispuesto para el tormento de perseguidos políticos de alta talla, como los legisladores uruguayos, pero también el embajador argentino en Venezuela Héctor Hidalgo Sola. Fueron ellos, algunas de las decenas de víctimas de la banda de Gordon y de estos grupos de tareas, que operaron con la simpatía y la omertá de las agencias de inteligencia de varios países. En el archivo yankee, ya se conocía la identidad de Gordon y la de los miembros de su patota. Todo se sabía. Las muertes nunca quisieron evitarse, puesto que, por alguien con mucha influencia, habían sido ordenadas. Pero investigaciones en Uruguay, vinculadas a los ‘Fusilados de Soca’, dan cuenta que la transnacionalidad de los cuerpos de mercenarios, y el uso de CCD comenzó a operar mucho tiempo antes. Julio Abreu, uno de los dos sobrevivientes –el otro es Amaral García, que en el momento tenía tan solo 3 años-, afirma que el secuestro del grupo tuvo lugar el 8 de noviembre de 1974, en Buenos Aires, mientras celebraban un cumpleaños. Abreu, junto a María de los Ángeles Corbo Aguirregaray (que estaba embarazada), Héctor Daniel Brum Cornelius, Graciela Estefanell Guidali, Floreal García Larrosa, Mirtha Yolanda Hernández y el pequeño Amaral (todos uruguayos, exiliados por razones políticas), fueron retenidos de manera ilegal y clandestina en al menos tres locaciones, que sin lugar a dudas deben ser considerados CCD, con la consideración fundamental que en aquel presente el país se encontraba en plena “democracia”, y el golpe de Estado de Videla y compañía, aún no se había consolidado. Por las descripciones del sobreviviente, se sabe que el primer lugar donde fue retenido el grupo, era una especie de garaje con una cortina metálica, que hace pensar en un lugar de las características de Orletti. Allí permanecieron tres o cuatro días, y él pudo escuchar las brutales torturas a las que eran sometidos sus compañeros, mientras el niño Amaral corría en completo estado de vulnerabilidad por el lugar. Luego, fueron trasladados a un segundo espacio que tenía ya previstos celdarios, y -que según las investigaciones-, podría ser la Brigada de San Justo, uno de los recintos del circuito de torturas de la maldita policía. Días después fueron trasladados a un predio donde permanecieron en casillas rodantes, próximo a un aeropuerto, espacio que bien podría ser Campo de Mayo. Finalmente, el grupo -sin el niño Amaral, que permaneció apropiado por más de 10 años en Argentina-, fue trasladado de manera completamente ilegal a Uruguay en un avión, identificado como el ‘Vuelo cero’, por ser anterior incluso a los vuelos donde fueron trasladados, meses más tarde, los detenidos de Orletti. Al llegar a Montevideo fueron retenidos en la Casona de Punta Gorda, mejor conocida como Infierno Chico, uno de los espacios clandestinos bajo operatividad de los servicios de inteligencia y exterminio uruguayos y no solo. No hay forma, no hay manera de que esté nivel de logística se desplegará sin la complicidad de altos mandos políticos y militares. En este sentido es importante destacar a este punto, la investigación del periodista Roger Rodríguez que pudo rescatar archivos periodísticos de la época, concretamente la publicación El Auténtico, que llegó a emitir ocho ediciones y fue censurado en diciembre de 1975. En sus páginas, se informaba sobre una reunión entre representantes de los servicios secretos de Argentina, Bolivia, Chile y Uruguay, en enero de 1974, dónde se acordó la institucionalización de la colaboración internacional en el tratamiento de perseguidos (y detenidos) políticos, así como también la presencia de agentes de inteligencia permanentes en las embajadas, como agregados militares. Un servicio de espionaje y represión internacional, que funcionaba, sin lugar a dudas, al margen de cualquier regulación legal en materia de derechos humanos, universales o políticos. Tiempo más tarde, quizás ya más "oficialmente", las cúpulas de los países de la región acordaron el desarrollo del Plan Cóndor en una reunión llevada a cabo el 25 de noviembre de 1975, en Santiago de Chile. Hacia el exterminio clandestino El exterminio de una parte de la población no se realiza de la noche a la mañana. Hay una serie de hechos simbólicos que permiten, morbosamente hablando, ir legitimando el horror. La despersonalización a la que eran sometidos los detenidos y desaparecidos en los CCD, se cimentó primero en una fuerte campaña de estigmatización ideológica y política, a la par de la dosificación del autoritarismo, que la población fue lentamente normalizando. La censura, la prepotencia, la imposición -en definitiva- de un pensamiento único. En 1966, ya instaurado el régimen de Onganía (el quinto proceso dictatorial argentino del siglo), la desarticulación del entramado productivo del país se abrió paso dejando un reguero de desempleo y pobreza. En el sur tucumano se produce el cierre de algunos ingenios azucareros, que eran el centro económico -y por ende de estructura social y civil- de los pequeños poblados a su alrededor. Tengamos presente el carácter feudal de estas zonas donde el patrón es amo y señor sobre cada servicio y recurso humano básico. Esta maniobra macroeconómica, completamente ajena a la racionalidad local, desencadenó una fuerte crisis de desempleo que forzó a los trabajadores a una serie de movilizaciones y protestas -con sus correspondientes represiones-, que dieron paso a importantes organizaciones de base, destacándose entre ellas la Federación Obrera Tucumana de la Industria del Azúcar (Fotia). Espacios como estos se transformaron en lugares de dignidad ante la destrucción cultural primero, y la persecución política después. En aquellos años, el pueblo resiste, esperando en su mayoría por el regreso de Perón, quién retornará al país con el gen del fascismo en las entrañas de su comitiva. Algo que quedará expresamente manifiesto desde el momento uno tras la masacre de Ezeiza (20 de junio de 1973). El 5 de febrero de 1975 -ya muerto Perón-, María Estela Martínez (mejor conocida como Isabelita Perón), en ejercicio de la Presidencia de la República Argentina –pero con el susurro de López Rega, Licio Gelli y la Logia PDue, en los oídos-, firmó el decreto 261/75, que le dio un marco legal al llamado 'Operativo Independencia'. "El Comando General del Ejército procederá a ejecutar las operaciones militares que sean necesarias a efectos de neutralizar y/o aniquilar el accionar de elementos subversivos que actúan en la provincia de Tucumán", decía el documento. Por aquellos días el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), había instalado un pequeño regimiento, con poco más de 100 combatientes, en la espesura del monte tucumano, bajo la estrategia del foquismo. Las maniobras militares del Ejército Argentino –una fuerza profesional con más de 150 años de tradición bélica-, bajo órdenes del general de brigada Acdel Edgardo Vilas, barrió el territorio con una fuerza desproporcionada, a tal punto que en poco más de dos semanas aniquilaron el foco guerrillero. Este episodio dejó más que en claro las abismales diferencias a nivel militar y operativo que había entre ambas facciones, que nunca bajo ningún aspecto pueden entenderse como dos fuerzas beligerantes en guerra. Como si fuera poco, el Ejército no se limitó a su ejercicio dentro de los parámetros convencionales y legales –tanto internacionales, como internos-, sino que, bajo la excusa de la guerra contra la guerrilla -“una guerra sucia”, como suelen llamarla los negacionistas-, se desplegó una lógica de combate subterránea, clandestina e ilegal, contraria a toda noción sobre los derechos humanos y fundamentales. Dentro de esta lógica, entendida como terrorismo de Estado, el ejército instaló, en el sur tucumano, en el predio donde se construía la escuela de Famaillá, el primer CCD que funcionó de manera sistemática, dependiendo directamente e innegablemente del Ejecutivo Nacional. Este dogma sería replicado en todo el país a partir del golpe de Estado de marzo del 76, pero indudablemente antes de ser una maniobra militar, fue una decisión política tomada por los sectores concentrados de poder, fácilmente identificables puesto que, finalizada la etapa militar, salieron del otro lado indemnes, más ricos, poderosos e impunes que nunca. Aquella decisión fue cívica, empresarial y eclesiástica. Cientos de personas eran secuestrados de sus domicilios, de sus lugares de trabajo o de militancia, por grupos de tareas del Ejército, en coordinación con elementos de la policía, en muchas ocasiones vestidos de civil, sumando elementos al carácter clandestino de las operaciones, que no eran registradas ante autoridad judicial competente. La Escuelita funcionó como cabecera del circuito del terrorismo de Estado en Tucumán, que se complementaba con otros CCD emplazados en los predios de los exingenios Nueva Baviera, Lules y Santa Lucia, así como también en la Fronterita, la Chimenea de Caspinchango y en las comisarías de Famiallá y Monteros. En la Escuelita, hoy identificado como Sitio de Memoria, pasaron entre dos y tres mil personas (mayoritariamente obreros y obreras de la Fotia), que fueron secuestradas y sometidas a tormentos de manera sistemática. Hasta el momento se han logrado identificar 200 casos de personas que, habiendo estado detenidas en La Escuelita, permanecen desaparecidas. En 1978 finalmente -habiendo sido trasladado el CCD a otra locación-, la escuelita es inaugurada cómo tal, recibiendo entre sus alumnos a los hijos de aquellos que habían sido detenidos. Este simbolismo se repetirá en cada espacio de la vida cotidiana, donde la ciudadanía vejada coexiste, en estado de indefensión, con sus torturadores. La vida en un Centro Clandestino de Detención Actualmente, bajo las políticas de memoria, verdad y justicia, numerosos CCD han sido identificados como tales, y señalizados como Sitios de Memoria, los cuales están generalmente abiertos al público, para que la sociedad, en particular los jóvenes que no vivieron aquellos años, puedan sumar elementos para darle tangibilidad a los relatos de los sobrevivientes. Dentro de estos proyectos, me gustaría destacar el trabajo del grupo Huella Digital*, que reconstruyeron de manera virtual, algunos de los CCD, en base a testimonios y otros documentos. “En las cárceles legales por lo general hay una clara demarcación entre el territorio de los presos y el espacio de los guardias: éstos raramente entran en los pabellones donde viven aquéllos. En los campos clandestinos, por el contrario, esa frontera no existe. Es claro que hay límites que el prisionero no puede trasponer porque está encerrado, pero los guardias conviven con él, están siempre adentro del campo y comparten un mismo espacio. Eso se convierte en un mecanismo de control y a la vez de tortura, ya que las víctimas no tienen intimidad en ningún momento”. El testimonio de Mario Villani, recopilado en “Desaparecido: memorias de un cautiverio”, escrito en la pluma de Fernando Reati, nos permite acercarnos a la intimidad de nuestras sociedades, y a sus claroscuros. El de Villani, uno de entre tantos valientes testimonios que se presentaron tempranamente ante la justicia y ante la sociedad, es particularmente valioso, por algunas características singulares, entre ellas las de haber sobrevivido a cinco CCD, en los cuales debió realizar trabajos en condiciones de esclavitud. Esta particularidad le permitió “convivir” con los represores en un peligroso filo en el que se balanceaba la posibilidad de morir ante el mínimo gesto y de caer en la colaboración o en la delación. “Es claro que contribuir a las tareas de inteligencia del enemigo, participar en los interrogatorios de otros prisioneros o incluso ayudar en la tortura constituyen grados extremos de colaboración; hubo gente que lo hizo y hasta llegó a torturar a sus propios compañeros. Pero también se colabora cuando se ayuda en la limpieza del campo o se distribuye la comida: todos son grados de colaboración”, dice Villani. “¿Por qué me secuestraron? ¿Por qué este señor me tortura?”, intentaba reflexionar ante la completa irracionalidad de aquel presente. “Cada minuto allí era como una herida que se profundiza; esa constante lucha por llegar vivo al día siguiente era agotadora y a la vez iba formando una especie de callo en el espíritu”. La despersonalización, y la ruptura con la identidad Villani las expresa al preguntarse, “¿Soy yo? ¿Soy el torturador? Y si no soy el torturador, pero tampoco soy yo, ¿quién soy?”. Luego, una vez fuera, a aquellas preguntas se le sumarian otras, aún más complejas. “¿Por qué me toco a mi sobrevivir?”. Un Estado clandestino, un Estado genocida “Para mí el campo se extendía mucho más allá de las paredes del edificio donde estaba secuestrado: el país entero era una inmensa prisión y si me escapaba era sólo para cambiar un lugar del campo por otro. La única diferencia entre el afuera y el adentro era que la gente que caminaba por la calle no tenía conciencia de estar presa y yo sí”, dice Villani. Por estos días, en el sur del país, más precisamente en la localidad de Bariloche, en la provincia de Río Negro, se tomó la decisión de trasladar, fuera del Centro Cívico de la ciudad, la estatua del general Julio Argentino Roca, un “prócer” del Estado argentino, que comandó la llamada Campaña del Desierto, bajo la cual, el paradigma social eurocentrista llevó prácticamente al exterminio a las comunidades originarias. Secuestros, torturas, fusilamientos en serie y fosas clandestinas, fueron algunas de las características -genocidas sin lugar a dudas- que permitieron la consolidación de la república que conocemos hoy día. Estas prácticas, sistematizadas, fueron, y siguen siendo una constante. Indudablemente el volumen de casos de detenciones y desapariciones forzadas, así como también muertes violentas o injustificadas, bajo custodia y tutela del Estado, fueron siderales durante los periodos militares de la dictadura. Pero, el advenimiento de la democracia no significo, en absoluto, la continuidad de estas prácticas vinculadas al terrorismo de Estado. La Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional (Correpi), dirigida por la abogada María del Carmen Verdú, contabiliza 8.701 casos de personas asesinadas por el aparato represivo estatal, entre diciembre de 1983 y diciembre de 2022. Dentro de estos, el 52,41% (4.560 personas), murieron, de forma violenta o injustificada, estando detenidos en cárceles, comisarias o bajo custodia policial o militar. De estos, 208 personas, se suman a la infinita lista de desapariciones forzadas a manos del Estado. Sobre esta violencia, sistemática sin lugar a dudas -el volumen de casos así lo determinan-, el Estado policial, judicial y legal, despliega toda su inoperancia investigativa, y cuando no, su lisa y llana colaboración, para someter bajo el manto de la impunidad a las víctimas, a sus familiares y a todos nosotros, al tiempo que garantiza la libertad de criminales seriales, que nunca abandonan su oficio. Casos singulares, de particular conocimiento público -no por ello más o menos graves-, fueron el de Jorge Julio López, desaparecido por segunda vez en setiembre de 2006, tiempo en el que prestaba declaraciones contra la banda de secuestradores y torturadores, que funcionaba bajo órdenes del multicondenado, extinto y seguramente en el infierno, Miguel Etchecolatz. Otro caso fue el de Santiago Maldonado, quien apareció muerto, en una situación aún no aclarada, luego de haber permanecido desaparecido durante 78 días, tras un violento y desmedido operativo represivo, realizado por la Gendarmería Nacional, durante el gobierno de Mauricio Macri. Otros casos son los de Luciano Nahuel Arruga, Rafael Nahuel, José Luis Cabezas. Cada uno de una profundidad política, criminal y organizacional distinta, que se suman a otras incógnitas, pero que responden a lógicas de tramas estatales y paraestatales complejas, como las de Rodolfo Etchegoyen, Horacio Estrada o Lourdes Di Natale, solo por nombrar algunos. Todo crimen en manos del Estado, se convierte en un crimen político. Donde la trágica consecuencia directa es la ruptura de un patrón cultural, de un ideal social justo -independientemente de los ismos que podamos pensar-, donde la gente, usted, yo, nosotros, podamos vivir en paz, en armonía, en respeto, y por sobre todo en la verdad. (*) Se pueden visitar en huelladigital.com.ar Foto: Automotores Orletti / Sitios de Memoria
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