Una personalidad signada por el delito; siempre transitando al margen de la Ley. Así era la vida de Marcos Arturo Beltrán Leyva, a quien se le conocía por varios apodos: “El Barbas”, “Jefe de jefes”, “La Muerte” o “El Botas Blancas”. Uno de los delincuentes más buscados por la región mexicana, Estados Unidos y el mundo, por su poder e influencia a través del tráfico de drogas, llegando su reconocimiento de mafioso temible, incluso hasta entre los narcos, en plena actividad, dentro de las fronteras de Colombia.
Fue sin duda un personaje que tuvo la capacidad de infiltrarse en el seno de las más importantes instituciones de seguridad de México; un personaje operativo junto a sus hermanos Héctor y Alfredo. Este último apodado “El Mochomo” , ya había sido detenido el día 20 de enero del 2008. Todos ellos comandantes del Cártel de Sinaloa, una organización criminal liderada por otro sujeto de igual calaña, nos estamos refiriendo a Joaquín Guzmán Loera, apodado “El Chapo”. Precisamente la enemistad con “El Barbas” data del momento en que se concreta la captura de Alfredo Beltrán, alias “El Mochomo”, lo que llevó a la familia de éste último, a calificar a “El Chapo” de traidor. Un calificativo que desencadenó una extrema violencia en la región de Sinaloa, escenario mexicano en el que se registraron sangrientos enfrentamientos entre los componentes de las respectivas familias de narcos. Fue en uno de esos episodios que pierden la vida –siempre a merced de las balas de armas de grueso calibre- el hijo de Joaquín “Chapo” Guzmán y el de Edgar Millán Gómez, director de la Policía Federal Preventiva,
Todo un tenebroso historial el del “Barbas”; todo un repulsivo modelo de narco mexicano, condicionado especialmente por los múltiples beneficios de sus actividades y por un estilo de vida violento que gradualmente lo fue exponiendo a las fuerzas del orden, sus perseguidores naturales e inevitables, tomando en cuenta la opción elegida desde hace años, en medio de una sociedad mexicana y mundial, literalmente harta de todo ese despliegue narco mafioso, tan perjudicial para nuestros jóvenes y tan contaminante de los valores del hombre.
Es así que jugados por el todo a pulsear a la ley –pulseándola cada día- la familia Beltrán Leyva tenía su guarida –una de tantas, de los últimos años- en el piso dos del complejo residencial ubicado en la colonia Lomas de La Selva, en Cuernavaca.
En el apartamento 201 habitaba Marcos Arturo Beltrán Leyva; rodeado de sus guardaespaldas, llevando una vida, podría decirse sencilla, porque contrastaba con el resto de los residentes del complejo, en su mayoría familias adineradas y acostumbradas a una calidad de vida mucho mejor. Pero, “El Barbas” y sus pares, llevaban una vida de bajo perfil, y no era precisamente por falta de dinero, sino mas bien por la costumbre de vivir permanentemente asediado, por los unos y por los otros; una costumbre de vieja data, como forma de preservarse de los ataques de sus enemigos . Llevaba una vida normal porque eran las reglas del juego.
Y en la tarde del miércoles, las reglas del juego tuvieron un alcance más dramático, más trágico; un pesado dardo se desmoronó sobre quienes estaban en ese apartamento. El resto de los residentes del complejo habitacional, ajenos por completo a ese destino, sin desprenderse de sus habituales ocupaciones y entretenimientos o costumbres, solo llegaron a advertir, como una suerte de tentáculo bélico, el despliegue de marinos fuertemente armados, luciendo equipos de combate.
A la hora señalada la flor y nata de las fuerzas de elite de la Secretaría de Marina mexicana, en rápidos movimientos – a eso de las tres de la tarde- tomaron posiciones en la principal avenida y gradualmente, y sin perder pisada, comenzaron a ingresar en el edificio Elbus, desarticulando los cinturones de seguridad del narcotraficante. Un operativo –que desde el punto de vista de los delincuentes- pudieron haberlo neutralizado, de no haberse subestimado a las fuerzas del orden. Ocurre que “El Barbas” –según se pudo saber más tarde al interrogarse al cocinero de los narcos- ya había sido advertido de movimientos sospechosos afuera de su apartamento.
Marcos Arturo Beltrán Leyva, aún conociendo esos detalles, cometió el error de confiar en su gente y continuó dialogando con su par Valdez Villareal y su séquito, afinando los términos del encuentro que habría de tener con un invitado especial, al parecer el general Leopoldo Díaz Pérez, Jefe de la Zona Militar, con sede en la capital morlense.
Si finalmente hubo o no hubo encuentro, no se ha podido definir, especialmente porque el operativo desmoronó toda transparencia en la rutina del narcotraficante, para dar paso a una acción de neto corte bélico, cuya fase embrionaria se sitúa un par de horas después de ese mediodía, cuando los grupos de elite de la marina sigilosamente se fueron ubicando en los pasillos y puntos más estratégicos de la moderna edificación para evacuarla, antes de darse la orden del asalto final.
Entonces, con paso firme -pero cautelosamente- los militares desalojaron los apartamentos de la planta baja, del primer y segundo piso del edificio, y por si fuera poco, con toda la discreción y la entereza propia de la operación, grupos de elite se ubicaron en los pisos superiores a donde se encontraba el narco, sin desatender el subsuelo, donde se encontraba el garaje. La idea era rodearlo por todos los frentes y cortarle toda vía de escape. Y esta prioridad se logró sin inconvenientes porque los narcos al momento de asumir su presencia entendieron muy bien el mensaje de sus perseguidores.
Quizás por esa razón todos allí dentro abrazaron una sola idea: resistirse. Hablando en bruto, esto significaba codearse con la muerte. Si pasado el mediodía, “El Barbas” había subestimado las advertencias de que algo estaba ocurriendo afuera, confiando equivocadamente en su gente, no subestimó lo que vendría después: una verdadera batalla.
Y fue así. Porque los hombres del otro lado de la línea divisoria se desplegaron con iguales intenciones. Ese encierro tenía que dar sus frutos: no podía escapar nadie. Aunque también estaba planteada la eventualidad de que tampoco nadie podía salir con vida de allí.
Arturo Beltrán Leyva y los custodias que lo acompañaban se miraron entre sí; dejaron de comer unos huevos con jamón y tomando las armas que allí habían se dispersaron dentro del apartamento. Segundos interminables de decisión. Minutos de terror. Minutos de valentía. El momento había llegado. Estaban literalmente cercados, en una verdadera trampa dentro del edificio en el que más de una vez habían saboreado las mieles de su marginalidad respaldada por la corrupción, la violencia de las armas y el dinero fácil, a precio de sangre y muerte.
Serían pasadas las cinco de la tarde.
Las fuerzas de seguridad evaluaron la situación: los residentes de los quince pisos del edificio Elbus estaba a salvo. Algunos habían salido por sus propios medios, otros bajo instancias de los funcionarios militares fuertemente armados. Hubo personas que se dirigieron a casas de parientes y los que no los tenían en las inmediaciones fueron protegidos en el gimnasio del complejo residencial. La tensión era extrema. La incertidumbre por lo que habría de acontecer, mayor aún.
Los minutos fueron corriendo vertiginosamente.
Los mandos militares desplegados en la moderna edificación sabían perfectamente que la trampa tendría su fuerte sabor a pólvora y muerte. Al final de cuentas, ellos y aquellos -en la guarida del segundo piso- estaban entrenados y preparados para esa suerte de situaciones. Era, al menos entre los narcos, su estilo de vida, su modalidad de relacionamiento con sus enemigos. Pero los del otro bando, aún represivos por coyuntura, representaban a la Ley, al Orden, a las Instituciones democráticas. Pendían sobre ellos los resortes de un orden establecido, de un sistema donde el respeto a la vida de los del otro lado, todavía debía contemplarse.
Y eso se hizo hasta el último momento; al menos se tuvo esa intención, porque además, bien valía la captura de los narcos, para obtener información. Sin embargo, y siguiendo el procedimiento, los jefes del operativo tras chequearlo todo y considerar que los cinturones de seguridad de “El Barbas” estaban neutralizados, dieron luz verde para el asalto.
En el instante mismo que los militares al mando dieron la voz de “acción” fue cuando todos los uniformados ya se encontraban ubicados bloqueando todas las salidas y en los puntos estratégicos debidamente controlados, sin civiles en situación de riesgo. Todo un plan de asalto, prolijamente planificado y llevado adelante con celeridad.
Las cartas ya estaban sobre la mesa. Una mesa servida para el enfrentamiento. Estaba claro que el personaje más buscado por las autoridades no habría de quedarse de brazos cruzados. Y en efecto, al momento mismo que los grupos de elite dieron el paso decisivo, la respuesta de los narcos se hizo sentir: ráfagas de armas largas automáticas fueron lanzadas sin moderación sobre los marinos a través de la puerta de acceso y de las ventanas que daban a la calle.
Afuera, a distancia, los residentes no podían creer cómo el escenario urbano se transformaba en un verdadero infierno: detonaciones, pólvora, los fogonazos de las armas, destrucción del edificio y el olor a la muerte, sembrándolo todo, despiadadamente.
El tiroteo se generalizó en todo el segundo piso del edificio. Desde los carros blindados de los marinos, estacionados en la calle, se ametralló el objetivo con armas de calibre 7.65 y fusiles de asalto R-15. Casi simultáneamente los grupos de elite se desplegaron desde el aire con el apoyo de helicópteros. Descendieron a rapel, y al mejor estilo cinematográfico, sobre el lado visible del apartamento.
Entonces, los narcos no se amilanaron: su respuesta no se hizo esperar. Era obvio que los sicarios entendieron la jugada, y actuaron en consecuencia. Una lluvia de plomo salió despedida hacia fuera; se lanzaron granadas de fragmentación y los fusiles AK-47 y R-15 vomitaron plomo. Todos los atrincherados en el apartamento 201 tenían un solo objetivo: evitar que los militares avancen y buscar una salida de escape. Por su parte, los sicarios ubicados en el piso primero, integrantes del cordón de seguridad, también abrieron fuego sobre los soldados en situación de avance desde la planta baja. El enfrentamiento tuvo su primer saldo de muerte: los sicarios cayeron abatidos, dos en total
La edificación –de un costo cercano a los 4 millones de pesos- se fue destruyendo minuto a minuto. Todo se asemejaba a un escenario de guerra. Una guerra desatada en medio de una ciudad en calma, a esa hora con ciudadanos conmocionados, escuchando las fuertes detonaciones del tiroteo desde varios kilómetros a la redonda. Una situación de violencia que fue seguida atentamente por camarógrafos y fotógrafos de medios de comunicación y periodistas afectados a la cobertura del asedio. Un asedio ya en boca de todos en la ciudad, en todo México, y en el mundo.
Entretanto, en las entrañas mismas del principal escenario de la batalla, la capacidad defensiva y de respuesta de los sicarios se fue debilitando. Los marinos, escudándose en paredes, columnas o recovecos de los pasillos fueron ganando terreno en el segundo piso, llegando hasta la entrada del apartamento.
Una y otra vez se sintieron las ráfagas de ametralladoras: de ambos lados la violencia fue haciendo estragos. Las autoridades concentradas en el objetivo, desarrollando su entrenamiento y sus conocimientos y sus estrategias de combate. Los sicarios, no menos decididos, actuaron asumiendo que el encierro se tornaba más intenso y más letal. Pero fieles a su vida de violencia y descaro continuaron acribillando a sus oponentes. Había suficiente munición de armas largas y cortas, pero comenzaron a escasear las granadas de fragmentación hasta que finalmente el asedio se tradujo en muerte: en el medio del apartamento cayeron abatidos tres sicarios y un cuarto se suicidó de un disparo.
La confusión alcanzó asombrosos ribetes. El olor a muerte se extendió por los pasillos. La oscuridad entorpecía los movimientos de los marinos, que paso a paso, gatillando sus armas, se fueron aproximando a las entrañas mismas del infierno. Un infierno que llevó a los sicarios a la desesperación. Tanto es así que uno de ellos, al saberse prácticamente cercado, corrió a una de las ventanas lanzándose al vacío para terminar con su vida, pero cuando iba en plena caída una bala expansiva de las armas de los soldados acabó con él. Se contabilizaban ya cinco víctimas en el bando de los narcotraficantes
Habían transcurrido varias horas desde el momento de darse la voz de ataque, pasadas las cinco de la tarde. Eran las nueve de la noche. Una hora tenebrosa que ya tenía siete muertos en su haber. Una hora signada por el fin del encierro. Una hora apropiada para tomarse decisiones. Y fue precisamente Arturo Beltrán Leyva quien tuvo que resolver: arrojar su ametralladora y levantar los brazos anunciando a gritos su rendición o seguir adelante con su lucha. Una lucha en soledad, porque sus guardaespaldas ya estaban sin vida. Optó por éste último camino.
“El Barbas” evaluó poner en práctica su última jugada: abrir una brecha en medio del asedio; seguramente pensó que era un paso suicida, pero era un paso al fin. Una última carta a la libertad o un eslabón que lo llevaría a la muerte o a la captura. Total, ya estaba jugado. No tenía más nada para perder: la prisión lo aguijoneaba desde lejos y sus verdugos a la puerta de su casa; sus sicarios ya estaban fuera de combate. Un panorama caótico y aterrador.
“El Barbas”, entonces, escudado en su fusil-ametralladora AK-47, abrió la puerta del apartamento. Escasa visibilidad. Oscuridad. Ruidos extraños. Movimientos de soldados a poca distancia. El enemigo observándolo. Un enemigo implacable, que ya no adoptaría un camino pacificador. El último de los atrincherados o gritaba bien alto que se entregaba o se arrojaba a los brazos de la muerte.
Fue lo que ocurrió: “El Barbas” acusó recibo de su perfil de sicario, de jefe sicario, de hombre violento, de hombre frívolo, de enemigo de la sociedad; empuñando su fusil ametralladora corrió por el pasillo hacia el elevador, casi a tientas, guiándose por su instinto. Una, dos y tres ráfagas de plomo salieron de su arma, dirigidas a los oficiales, ya prácticamente apuntándole para neutralizarlo.
Después de los disparos del “Barbas” hubo unos segundos de silencio y enseguida el fuego se reanudó, pero esta vez desde el frente opuesto. Los proyectiles fueron fulminantes. No hubo contraofensiva.
“El Jefe de jefes”, Marcos Arturo Beltrán Leyva perdía la vida. Se daba punto final al asedio. Varias balas expansivas le perforaron el tórax, el abdomen y la cabeza. Un cadáver más en la lucha contra el narcotráfico. Una organización criminal que casi de inmediato, seguramente, ya estaba bocetando a su nuevo cabecilla: Héctor Beltran Leyva, el único de los hermanos del fallecido que todavía permanece libre y a quien sele adjudica la responsabilidad de ser el líder en el lavado de activos del Cartel de Sinaloa, que desde el momento mismo de la caída del “Barbas” se aprestaba a asumir un enfrentamiento en su interna, no menos tenso o sanguinario, que el registrado en Cuernavaca.En este sentido hay que considerar que también otros nombres de sicarios se han tomado en cuenta para suceder al “Jefe de jefes”. Nos estamos refiriendo al narcotraficante Sergio Villareal Barragán, alias “El Grande” y a uno de los rivales de Arturo Beltrán Leyva, vale decir Edgar Valdez Villarreal, alias “La Barbie”, quien en el submundo del hampa está señalado como el “traidor”.
“La Barbie”, de 39 años, tiene en su haber un tenebroso historial: fue miembro del Cartel del golfo, responsable de crear toda la logística de espionaje a través de un numeroso grupo de informantes, conocidos como los Halcones; fue pieza clave del Cartel de Sinaloa, transformándose en el jefe de los sicarios de los Beltrán, por el solo hecho de demostrar su capacidad en la tarea de ejecutar rivales. “La Barbie”, también adquirió fama en su ambiente y fuera de él, por su capacidad de corromper funcionarios públicos. Un jerarca captado por él fue Domingo González Díaz, que se desempeñaba como jefe de la Agencia Federal de Investigación, quien recibiera del mafioso la friolera de un millón de dólares para que brindara protección a los hermanos Beltrán Leyva.
El operativo militar de ese miércoles 16 de diciembre del 2009 –de los efectivos de la Secretaría de Marina- desmembraba una de las células más antiguas del narcotráfico mexicano. Los Beltrán Leyva desplegaron todo su poder económico y de violencia en todo el país, desde los inicios de la década del 80, disponiendo de un respaldo policíaco muy fuerte. Los Beltrán Leyva, originarios de Sinaloa –región escuela del crimen organizado de todo México- fueron un ala importante del Cartel de Juárez y después se asociaron con “El Chapo” Guzmán. De ahí en más sus actividades delictivas se incrementaron, como así también su dinero, sus armas y su capacidad de corrupción a diferentes niveles. Las diferencias con sus pares sobrevinieron después y con ellas los enfrentamientos. Y estos fueron debilitando su consistencia como organización.
Hasta que poco a poco, en el otro frente de la oposición, el poder de las autoridades fue haciendo añicos su consistencia de Cartel inamovible o intocable. Los resultados quedaron a la vista en la tarde y noche de ese 16 de diciembre, cuando el brazo armado del antinarcotráfico lo golpeó severamente, con el saldo de ocho sicarios abatidos (incluido “El Jefe de jefes”), tres capturados, y tres marinos heridos, uno de ellos de gravedad que desafortunadamente también perdió la vida. Una batalla ganada, porque la lucha continúa.