Ningún Estado árabe podía superar ciertos límites y poner en duda su existencia, gracias a la tutela de la última arma que es la bomba.
Esta condición de privilegio no podía durar eternamente y de hecho ahora está vacilando. El deseo iraní de romper el monopolio israelita sobre el tema nuclear es antiguo y precede el advenimiento del régimen teocrático en Teherán.
América misma ha tolerado el monopolio, aunque con dificultad y lo tolera menos hoy que su poder global se afloja. En las relaciones tensas entre Obama y Netanyahu está la cuestión atómica, que no se toca pero que se piensa cada vez más.
Resulta difícil a la larga prohibir a otros actores el arma si se le concede a Israel. Difícil pedirles que digan la verdad, sin pedírselo a Israel. Obama tenía esto en la cabeza cuando invitó al premier israelita a participar en la conferencia sobre la seguridad nuclear el 12-13 de abril en Washington. Una invitación que Netanyahu rechazó, creyendo inmortalizar de esta manera su propio estatuto de potencia nuclear opaca, que niega de poseer la bomba y que, como mucho, habla de “opción nuclear”. La conferencia ha deseado una zona desnuclearizada en Oriente Medio, pensando en Irán pero también en Israel. Los motivos de no haber participado se pueden comprender –Israel no ha firmado el Tratado de no proliferación- pero seguir ausentes significa impedirse a sí mismos de ver más allá, en el espacio y en el tiempo, que urge en este momento.
En Israel se habla poco de la bomba y de la central de Dimona.
Mordechai Vanunu, el técnico que trabajaba en Dimona y que reveló su existencia, habló de 200 cabezas en una entrevista al Sunday Times de 1986 y fue encarcelado durante 18 años, acusado de alta traición.
Israel sigue siendo una democracia, pero mantiene un secreto sobre la bomba atómica de naturaleza autoritaria. Sus expertos llaman a este secreto opacidad. El histórico Avner Cohen, autor de un libro importante sobre este tema (Israel and the Bomb, Columbia University Press 1998, rechazado en Israel) sostiene que la opacidad es una “cultura cerrada en si misma que no permite pensar en la época de la post-opacidad”. Los responsables de la atómica se han “acostumbrado a trabajar en el anonimato, inmunizados de críticas externas”. El secreto nuclear es una mampara quizás necesaria en el pasado; pero que ahora cubre debilidades y acciones de locura política.
La guerra de los Seis días en el ’67, fue combatida al abrigo de la bomba, terminada entre finales de los años ’50 y principios de los 60. Pero poseer la bomba sin admitirlo ha acabado con congelar el pensamiento de un monopolio que no se puede mellar, dando a Israel la impresión de un tiempo inmóvil.
Un congelamiento acentuado por la falta de experimentos nucleares. Para las otras potencias atómicas el experimento ha sido un acto de transparencia, además que de orgullo o arrogancia. En Israel la disimulación ha consentido que la bomba quede como una medida disuasoria pura, que da miedo sin salir de la irrealidad del símbolo.
La voluntad de Irán de convertirse en una nación nuclear (y en futuro se prospecta una voluntad turca parecida) pone fin al símbolo disimulado. La bomba empieza a hacerse real, quizás utilizable en caso de agresión. Es el resultado de un monopolio contrastado, pero también de la política de la opacidad, que muchos líderes árabes consideran un ultraje. Es también el resultado de la nueva fragilidad de las fuerzas convencionales israelitas. La bomba es una medida disuasoria eficaz cuando su uso es amenazado pero no necesario. Cuando es necesario, la medida disuasoria arruina. Las últimas guerras israelitas y el asalto a la flotilla han confirmado dicha fragilidad.
Además Israel tiene sobre la espalda una potencia norteamericana en declive, involucrada en guerras fracasadas, menos disponible. Mucho más grave es la desacreditación que padece el Estado israelí, sobre todo desde cuando Hamas ganó las elecciones en enero del 2007 y empezó el bloqueo de Gaza. Una desacreditación que tiende a expandirse, no solo localmente, sino mundialmente. El nuevo poder regional ejercido por Irán y Turquía es visto con sospecha por parte de Washington, pero en el fondo es tolerado. Irán es tratado como un paria, pero Turquía sigue siendo miembro de la OTAN, con quien existe una solidaridad valiosa para Washington.
Basta pensar en el extraño juego de ajedrez en curso sobre la bomba atómica iraní. El 9 de junio, el Consejo de seguridad ha adoptado sanciones contra Teherán, con el consentimiento de Rusia y China. Pero el 17 de mayo, un acuerdo regional de vasto alcance había sido pactado entre Irán, Turquía y Brasil, en base al cual Teherán aceptaba transportar a Turquía 1200 kg de uranio poco enriquecido, a cambio de 120 kg. de uranio enriquecido al 20%, para la investigación de fines médicos. Lo que América, Europa, Rusia no habían logrado en años, dos potencias medias lo han obtenido rápidamente. Pero hay más: el 27 de mayo, el ministerio de Asuntos Exteriores brasileño ha hecho pública una carta que Obama ha enviado a Lula (y probablemente al turco Erdogan) donde se apoyaba el acuerdo de Teherán, aunque de manera escéptica.
Las sanciones lo han calmado, pero no hundido.
Israel se mueve en este mundo que muta, cada vez más enjaulado dentro de las rejas que se ha fabricado. Cada vez más prisionero de su propia tendencia a considerar equivalentes dos amenazas que no lo son: la amenaza a su legitimidad y a su existencia. La primera hay que combatirla políticamente y preliminarmente a la lucha por la supervivencia. Igualar al Holocausto la bomba atómica iraní y la ruptura del monopolio sobre lo nuclear, significa impedirse a sí mismos correcciones de ruta y esfuerzos para recuperar su legitimidad. Si se rechaza cada corrección posible, nada tiene sentido: ni la lucha por la trivialización de la bomba, ni la salida de la opacidad, ni emprender una negociación con potencias nucleares, ni, sobre todo, la solución del drama palestino. Esto último es lo que consiente a muchos países desacreditar continuamente a Israel.
Si decide ver más allá, Israel tendrá que descubrir a la fuerza que tiene poquísimo tiempo para cambiar radicalmente. No puede continuar colonizando tierras cuando también el Papa denuncia la ocupación, no puede construir siempre nuevos asentamientos, en Jerusalén Este y en Cisjordania, sin atraer sobre sí el resentimiento no solo de Estados vecinos, sino también de América y Europa. Cuarenta y tres años de colonización han vuelto afanoso lo que ahora le toca hacer: facilitar el nacimiento de un verdadero Estado al lado del suyo, que haga que el pueblo palestino se sienta orgulloso y en fin responsable y en consecuencia también imputable.
Los hombres como Netanyahu se mueven todavía en el mundo de ayer, el de la opacidad y de la seguridad de sí mismo. En el pasado mes de abril el presidente del Parlamento Reuven Rivlin ha declarado que es preferible un estado bi-nacional, más que dividir Israel y Cisjordania en dos Estados separados. Otros piensan lo mismo. Son posiciones suicidas. Porque si Israel incorpora a los árabes de las zonas colonizadas, cesará de ser un Estado judío. Si no los incorpora, continuará haciendo que sea imposible el Estado palestino, cesará de ser una democracia. Este es el dilema al que está condenado, terrible pero ineludible.
por Barbara Spinelli
Diario La Stampa, 13 de junio 2010.