El silencio no es luto en ArgentinaAlgunos días atrás, en estas páginas, publicamos parte de la historia de José Carlos Rivero, Kily. Un niño de cuatro años que murió como consecuencia directa del uso y abuso de agrotóxicos en la producción de tomates, en la pequeña localidad de Lavalle, en la provincia de Corrientes. Por este hecho, luego de once eternos años fue condenado el productor rural Oscar Antonio Candussi, a quien -pese a su responsabilidad directa en los hechos-, el tribunal le aplicó una pena benévola, y por tal motivo no pasara un solo día en la cárcel. Por si fuera poco, durante todo este tiempo continuó produciendo sus tomates, e incluso pretendió alcanzar la intendencia del municipio, en un claro gesto de impunidad. Del otro lado, una comunidad diezmada, en su mayoría, aguanta en silencio. Un silencio que lamentablemente en algunas regiones de la Argentina se volvió parte del sistema. Sobreviviente Rabiado y arrebolado un compañero entra a la oficina a los gritos. Entre balbuceos y escaramuzas se logra entender que algo pasó con su cuenta bancaria. De alguna manera sus fondos quedaron congelados. Durante largo rato intentó, sin éxito, solucionar su problema de manera telefónica. La sucesión de cuestionamientos, en búsqueda de soluciones y responsables, terminan en un inefable: “Este sistema de mierda”. Acalorado como vino se fue rumbo a alguna oficina, en algún lugar, en búsqueda de algún rostro que al menos pusiera la cara. Un lento camino que a veces termina en algún tipo de justicia. La imagen me hace viajar en el tiempo, y en el espacio a diciembre de 2001. El entonces presidente de la República Argentina, el radical Fernando de la Rúa, anunciaba la implementación de ‘el corralito’. Una medida bancaria, drástica, que lisa y llanamente les impedía a los ahorristas disponer del dinero que tenían depositados en los bancos. Sueldos, pensiones, asignaciones, ahorros, inversiones, todo quedó congelado. ¿La razón? Una década de privatizaciones, desguaces productivos, concentración económica y financiera, que consolidó el aparató civil a la salida de la dictadura militar, bajo la bandera del menemismo. En aquella ocasión el espasmo de la gente duró minutos. La clase media, la más afectada por el corralito, pero no solo, se volcó a la calle con rabia, abriéndose paso entre los clásicos piquetes de los pobres y los obreros informales, que no alcanzaban la formalidad del sistema bancario. Casi inmediatamente miles y miles de personas se agolparon en las sucursales de los bancos de todo el país para reclamar cuanto no habían reclamado durante años. La imagen era dantesca, pero por sobre todas las cosas desconsoladora. Los suicidios, de quienes pensaban que con su dinero perdían sus vidas, no tardarían en llegar. Inevitablemente cuando el silencio ante el despotismo se vuelve cultura, la tragedia termina convirtiéndose en epidemia. El menemismo y el neoliberalismo, amparados por la brutalidad policial y militar que diezmó a una generación entera, con cínico éxito instalaron en el país la cultura del “primero pague y luego quéjese”. Millones de usuarios de los llamados servicios básicos tuvieron que acostumbrarse a la burocrática impunidad de un teléfono en espera que escondía, y esconde, a un sistema maquiavélico que podemos definir como capitalismo exacerbado. Un capitalismo que nosotros mismos, los usuarios, reproducimos, a veces, lamentablemente, con gusto, pero mayoritariamente por ignorancia e indiferencia, que muchas veces son sinónimos. Vivimos en un capitalismo que nos come y cuando no, nos “descome”. Pero el “primero pague y luego quéjese”, es mucho más crudo en los ambientes y parajes rurales, pequeños poblados, donde la relación entre sometidos y opresores es directa. Tan directa que se ven a las caras. Tan directa que se reconocen como vecinos, como patrones y peones, e incluso como familiares. En estos parajes el capitalismo es todavía un sistema feudal que reproduce una lógica mafiosa. El silencio alrededor de Kily no es luto La periodista María Daniela Yaccar, visitó los territorios de la localidad de Lavalle, en Corrientes, y pudo tomar contacto directo con las distintas perspectivas que confluyen en torno a la muerte de Kily Rivero. Su crónica, publicada en el diario Página/12, permite profundizar en los claroscuros de una pequeña población de poco más de dos mil habitantes, signada por la “explotación laboral y el trabajo infantil. (…) En una de las provincias más pobres del país, el pueblo calla y puede enojarse con los que protestan, un poco por miedo a represalias, pero sobre todo por depender económicamente de aquello que envenena”. Kily no fue la única infancia arrasada por este modelo productivo en base a semillas transgénicas y venenos. En la misma localidad también fue condenado el productor Ricardo Prieto por el homicidio culposo de Nicolás Arévalo, otro niño de cuatro años que murió envenenado. Los casos se multiplican -no solo en la provincia de Corrientes-, y muchas de las infancias que sobreviven a los primeros síntomas, crecen con las secuelas del contacto permanente con los agrotóxicos, que se suman a los trastornos psicofísicos propios de la pobreza estructural del país. Muchas agonizan durante años, y podríamos decir durante todas sus vidas. Los padres, los familiares, los vecinos de estas infancias se ven forzados a continuar trabajando directamente en las plantaciones del modelo de explotación que asesina a sus hijos. Muchas veces en silencio, producto de una cultura que fue, y sigue siendo, sometida por la violencia. Uno de los rasgos más crueles de la lógica del “primero pague y luego quéjese”, que podría extenderse a “si sobrevive”. “El entramado de dueños del modelo hortícola correntino y el poder local es parte de dimensiones familiares que explican aguerridas defensas de productores acusados de homicidios de niños”, dice el licenciado en Gestión Ambiental Emilio Spataro, quien fue entrevistado por la periodista Yaccar. Dentro de esto, Spataro destaca el caso de “Diego Francisco Brest, expresidente del partido radical y expresidente del Colegio de Abogados del departamento de Goya. Fue junto al doctor Ariel Brest Enjuanes (ahora juez laboral de Goya), el abogado de Prieto, productor encontrado culpable de asesinar a Nicolás Arévalo mediante las fumigaciones en su establecimiento”. “Veneno es otra cosa” Aquí la impunidad no se esconde detrás de una línea telefónica, se esconde detrás de una justicia lenta, perezosa para con los dueños de la roba, pero temible e inflexible para dirimir las causas de los pobres. “Cuando estaban juzgándole al que mató a mi hijo, que no le dieron nada, arriba (en el tribunal) estaban metiéndole preso a un señor por robar ovejas, y le dieron tres años a cumplir”, dijo Eugenia Suarez, madre del pequeño Kily, a la cronista de Página/12. “La justicia miró para otro lado”, dijo por su parte el padre, José Rivero. Quien esperanzado afirmó que “si llega a haber una condena firme, (en el pueblo) van a empezar a contar lo que pasa”. "La contaminación silenciosa continúa -dice Spataro-. Hay chicos con malformaciones, labio leporino, problemas respiratorios, fallecimientos de trabajadores rurales por enfermedades desconocidas. Abortos espontáneos, cáncer, hidrocefalia, manchas en la piel. No es común en zonas rurales". Yaccar logró entrevistarse con el intendente de la localidad, Hugo Perrotta, quién desde el arranque se subió al negacionismo que suelen tener los cómplices. Ante la pregunta por su lectura ante el envenenamiento del niño, reconocido por la justicia, el político dijo, “nosotros los llamamos agroquímicos. Veneno es otra cosa. Debemos llamar a las cosas por su nombre”. E hipócritamente agregó, “desconozco cuál fue exactamente la causante de esta desgracia que nos afectó a todos. No sé si por las fumigaciones, el mal uso de los agroquímicos… lo desconozco”. En los humedales de Corrientes hay algunas víboras que escupen veneno, igual que algunos políticos de lenguas bífidas. Colorado de rabia como un tomate “La vida vale menos que un tomate”, le dice el abogado Hermindo González -representante legal de las familias de los dos niños asesinados con agrotóxicos-, a la periodista. Y esta trágica expresión se vuelve una verdad cuando las protestas multitudinarias estallan ante el faltante de algunos productos en las góndolas, o por el secuestro de los pagarés del dios dinero, pero no ante la muerte súbita de nuestros infantes o de nuestros jóvenes. La rabia debería inundar las calles ante la agonía de los niños envenenados por los agrotóxicos, o mal nutridos por los especuladores de divisas. La vida no puede, bajo ningún aspecto, valor menos que un tomate, o que todo el dinero del sistema financiero. Foto: Momarandu |
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NIÑOS ASESINADOS CON AGROTÓXICOS EN CORRIENTES: “LA VIDA VALE MENOS QUE UN TOMATE”
- Alejandro Diaz
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