Domingo 5 Mayo 2024

Oscar Antonio Candussi fue condenado por el homicidio culposo de José Rivero

No irá a la cárcel

Alineadas prolijamente, una junto a la otra, prácticamente sin espacios de por medio, cientos de cajas de puré de tomates se asoman de la góndola. La imagen se repite en todos los estantes hacia arriba y hacia abajo. Más allá de los garabatos en las etiquetas, muy poca diferencia hay entre unas y otras. El pasillo se extiende hacia adelante, y parecería nunca terminar. Salvo por el rumor de voces y las tonadas, que nos ubican en tiempo y espacio, este supermercado podría estar en cualquier país, de oriente u occidente. Y es que el tomate es uno de los vegetales más vendidos y, por tal motivo, uno de los de los más producidos del mundo. Sin cesar, no importa si es verano o invierno, la industria agrícola pone miles de toneladas de tomate en las góndolas. Esto, que algunos celebran como un triunfo económico, o hasta científico, por sobre los límites de la naturaleza, tiene un costo que escapa a los libros contables, a los informes de laboratorio y también a la justicia.

En Argentina, un productor rural, un productor de tomates, Oscar Antonio Candussi, asesinó a un niño de cuatro años, como consecuencia directa del uso de agrotóxicos. Así lo afirmó la justicia, que lo condenó por homicidio doloso, tras un muy lento y vergonzoso proceso judicial que llevó once años. Once años para afirmar una cuestión de sentido común; el veneno que mata a los insectos, también mata a los seres humanos. ¿De qué otra forma más simple se puede decir?

Kily, el rostro de las infancias fumigadas

José Carlos Rivero tenía tan solo cuatro años cuando llegó trasladado de urgencia al Hospital de Pediatría Garraham, ubicado en Parque Patricios, el barrio donde está la sede del gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Un barrio pintoresco que contrasta mucho con el pequeño paraje rural en el que vivía, y donde poco más de dos semanas antes, en abril de 2012, habían comenzado los síntomas.

Luego de perder su humilde casa, ante las inclemencias del clima y la pobreza estructural, la familia del niño José, al que apodaban cariñosamente Kily, pudo mudarse a una precaria vivienda que le habían prestado en el paraje Puerto Viejo, en Lavalle, provincia de Corrientes. Una pequeña localidad sobre la rivera del Paraná, que -gracias al acceso al agua y la desidia institucional carente de controles-, transformó su fisionomía, pasando de ser una comunidad de pescadores, a una zona de monocultivos. La casilla en la que habitaba la familia, que ni siquiera tenía acceso a la electricidad, estaba a menos de 15 metros de los invernaderos donde Candussi producía, sin cesar, sus tomates a base de agrotóxicos.

La aplicación de los venenos se realizaba mediante el uso de aspersores que literalmente creaban una neblina en el lugar. La proximidad, el espacio abierto y la acción del viento, hacían que la familia sintiera las molestias de manera instantánea. El fuerte olor y la irritación de las mucosas, fueron solo el comienzo. En reiteradas ocasiones, José David Rivero, padre del niño, se acercó al predio de Candussi para comunicarle sobre el malestar que generaba en su familia la fumigación. Candussi era el presidente de la Asociación Hortícola de Lavalle, y poco y nada hizo respecto a los reclamos. Al poco tiempo, menos de dos tres meses, las gallinas que Rivero tenía en su casa murieron súbitamente. Mismo destino siguieron los chanchos y el perro. Y otra vez presento sus quejas y sus reclamos, pero Candussi seguía haciendo oídos sordos. Había que alimentar a la bestia, y no importaba con qué, ni cómo.

A fines de abril, cansados de la indiferencia maliciosa del productor, la familia Riveros se muda a otro terreno, pero los efectos de la exposición a los venenos, no se hicieron esperar. El pequeño Kily comenzó con un cuadro de vómitos, que, sin ningún tipo de prudencia médica, diagnosticaron como broncoespasmos en la sala de primeros auxilios de Lavalle, y sin más fue enviado a la casa. Pero lo síntomas solo empeoraron. A las pocas horas, los vómitos tenían sangre. Rápidamente los padres llevaron al pequeño niño al hospital de Santa Lucia, a unos 11 kilómetros de distancia, done el diagnostico no tuvo mayor profundidad, unas palabras, una inyección, y nuevamente lo mandaron de regreso a su casa. No alcanzaron a llegar, el niño continuaba con vómitos agudos. La familia, en estado de conmoción ante la situación, viajó otros 30 kilómetros para llegar a la localidad de Goya. Ahí el trato fue peor. Pese a que reconocieron la gravedad de los síntomas presentados por el niño y que ordenaron su traslado a un hospital de mayor complejidad, acusaron al padre de consumir drogas, con las que el niño se habría intoxicado. De los agrotóxicos, nada. El traslado hasta el hospital Juan Pablo II en Corrientes capital -a unos 230 kilómetros de distancia-, se hizo en una ambulancia que tenía tubo de oxígeno, pero no mascarilla para ponerle al paciente. En el camino, el niño tuvo varias complicaciones, y por poco logró llegar con vida. Los médicos del hospital ante la severidad del caso, ordenaron el traslado directamente al hospital pediátrico Garraham, a casi mil kilómetros de distancia. Así de precario es el sistema sanitario argentino.

Ya en Buenos Aires, había poco por hacer, clínicamente hablando. En pocos días el organismo de Kily, colapsó. El jueves tuvo muerte cerebral, el sábado el corazón, agotado, dejó de latir. “Paro cardiorrespiratorio por falla hepática fulminante de origen tóxico”, afirmó el primer informe del cuerpo médico. Los exámenes toxicológicos, realizados en la sangre del niño, en los restos de los animales muertos en la casa familiar, y en las plantaciones de Candussi, reflejaron un mismo patrón, en todos había Endosulfán, un poderoso insecticida de alta toxicidad, de la familia de los organoclorados. Veneno para producir alimentos que llegan a todas las mesas del mundo. El tercero de los hijos de la familia Rivero, tenía tan solo cuatro años el día que murió, y trágicamente no sería el último.

Antonella Sánchez, otra infancia fumigada que no llegó a la vida adulta

Antonella Sánchez era la hermana de Kily. Tenía poco más de cinco años cuando los agrotóxicos también se filtraron en su vida. Tuvo que ver, y padecer, la muerte súbita de su hermanito. En ella los síntomas al principio no fueron tan severos, pero su estado de salud desde entonces siempre fue delicado. En el 2019, cuando tenía casi 14 años le diagnosticaron un tipo de cáncer óseo. A diferencia del mal que arrasó la vida de Kily, el proceso que vivió Antonella, fue lento y muy doloroso. Por más de dos años sus padres (José David y Eugenia), acompañaron a la niña una y otra vez en los laberintos del sistema sanitario precario que, salvo honrosas excepciones, minimizó, cuanto menos, los síntomas de este niño, y vaya a saber uno, de cuantos más. Uno de los tantos momentos difíciles que tuvo que atravesar la niña, fue la amputación de una de sus piernas. Una mutilación extrema, que pretendía salvar su vida. Varios meses estuvo internada en el hospital Garraham, lejos de su casa, lejos de sus hermanos, lejos del veneno. Cuando los médicos consideraron que ya su patología había llegado a un estado crítico e irreversible, la enviaron a su casa, para que estuviera rodeada de su familia, y de los “buenos” vecinos del lugar.

Durante todos estos años, la familia Rivero sufrió constantemente el acecho y la agresividad de ciertos sectores de este poblado maldito que se alimenta de la sangre de los niños. Ni siquiera fueron capaces de mostrar compasión y respeto ante la frágil situación vital de la niña, llegando inclusive a cerrar los caminos, considerados propiedad privada, impidiendo el acceso de la ambulancia que intentaba ingresar hasta el terreno donde la niña agonizaba. Finalmente, Antonella murió el jueves 29 de abril de 2021, casi diez años después que su pequeño hermano.

¿Justicia?

El caso de Antonella hasta el momento no pudo ser judicializado. Tampoco se pudieron iniciar acciones legales por los daños en la salud del resto de los familiares. Solo se pudo avanzar por el asesinato de Kily. El proceso fue exageradamente lento. En algún momento se llegó a hablar de prescripción del delito. Mientras la familia padecía el luto de su hijo, la enfermedad terminal de su hija, el deterioro de su salud por la exposición a los venenos fumigados y a la pobreza estructural argentina, el acusado, ahora condenado por homicidio, Oscar Antonio Candussi, vivió libre, sin pasar un solo día en cárcel. Continuó con sus plantaciones y sus negocios. Incluso llegó a postularse como intendente del pueblo. Irremediable impunidad. El tribunal, conformado por los jueces Jorge Antonio Carbone, Ricardo Diego Carbajal y Darío Alejandro Ortiz, dio curso al pedido del fiscal y firmaron una condena por homicidio doloso. Esto significa que los agrotóxicos que utilizaba Candussi (y no solo), asesinaron al niño José Carlos Rivero. Pese a esto, los letrados, consideraron que el acto de tirar veneno, de alta toxicidad, sobre los alimentos y sobre la población, en reiteradas ocasiones, no es un acto homicida consciente.

“El juicio fue una burla”, dijo el padre de los niños, durante una entrevista con radio AM 750. Y agregó: “La explicación que da el fiscal, antes de cerrar todo (durante los alegatos, ndr), es que al ser una persona que tenía buena conducta (refiriéndose a Candussi, ndr), una conducta intachable, no podía estar pesando sobre él la otra caratula (la de homicidio doloso). Fue como decir, este hombre es un asesino, pero es un asesino bueno. Pero nosotros le habíamos advertido. Ya había pasado lo de Arévalo (Nicolás Arévalo, ndr), y hay más casos acá”.

En diciembre del 2016, el Tribunal Penal de Goya condenó al productor rural Ricardo Prieto -quien, casualmente, también tenía plantaciones de tomates en Lavalle-, a tres años de prisión condicional por el homicidio culposo de Nicolás Arévalo, otro niño de cuatro años. Al igual que en el caso de los Rivero, otra niña, Celeste Estévez (prima de Nicolás), padeció lesiones graves como consecuencia directa de haber estado expuesta a los agrotóxicos.

Es muy larga la cadena de responsabilidades que no se limita a un productor de tomates, ni a un médico indiferente, ni a un juez lento. Es muy larga la cadena de marginados, y homicidios “dolosos” que genera un sistema obsesionado con la producción masiva y masificante a cualquier costo, pero que paradójicamente no logra satisfacer las necesidades básicas.

Mientras miles mueren en el anonimato, lentamente el sistema pretende regularse a través de debates y jurisprudencias que serán académicamente correctos, pero muy lejanos y despegados de la realidad que supuestamente representan.

La gente, la gente pobre, la mayoría, vive y muere en el olvido.

Foto: Nota al pie / Germán Pomar