Sábado 4 Mayo 2024
Secuestro y desaparición de un valeroso y emblemático grupo de personas, en Argentina
 
Por Alejandro Diaz-10 de diciembre de 2021

La historia queda escrita en la sangre. Recorre la memoria y recorre los sentidos. El mínimo roce, el mínimo ruido, el mínimo suspiro despiertan una secuencia que rompe el tiempo, y el pasado y el presente se hacen uno. Una y otra vez, las experiencias recorren el pensamiento buscando palabras, formulando conceptos, tratando de entender primero y explicar luego.

Las huellas del terrorismo de Estado son profundas, casi tanto como para estar arraigadas al inconsciente colectivo que sostiene nuestra cultura. Estas experiencias traumáticas, anidan dentro de uno, como una suerte de empatía biológica que nos permite trasportarnos a los tiempos y lugares y tomar contacto con la historia, con la verdad. Una verdad tantas veces escrita y reescrita, por los que sobrevivieron el pasado y por los que rememoran en el presente. “No olvidamos”, será siempre una promesa de ese inconsciente colectivo, que habrá de plasmarse de generación en generación, de juventud en juventud.

Desde la juventud me acompaña una reflexión de mi madre, cuando siendo joven hablábamos sobre las madres y abuelas de Plaza de Mayo: “No debe haber nada peor que no saber, no saber si está vivo, no saber si habrá comido, no saber si lo habrán golpeado”, dijo en aquella ocasión. Cada vez que leo las palabras violada, vejada y abusada algo dentro de mí se rompe, me inunda el desconcierto, la impotencia, a veces la rabia. Suelo enmudecer un rato, y lentamente trato de encontrar palabras, palabras que ayuden a no olvidar.

Entre el 8 y el 14 de diciembre de 1977, los escuadrones de la muerte que operaron durante la etapa militar de la dictadura, se ensañaron particularmente con un grupo de personas, que hoy, aquella historia escrita y reescrita conoce como ‘Los 12 de la Santa Cruz’.

Este grupo se formó en torno a Azucena Villaflor, María Ponce de Bianco y Esther Ballestrino de Careaga, tres de las primeras madres, que la historia escrita y reescrita conocería como las ‘Madres de Plaza de Mayo’. El resto del grupo fueron, Ángela Aguad, Remo Berardo, Julio Fondevila, Patricia Oviedo, Horacio Elbert, Raquel Bulit, Daniel Horane, y las religiosas extranjeras Leonie Duquet y Alice Domon; salvo estas dos últimas, todos eran familiares de detenidos, hasta ese momento, de la dictadura. El objetivo del grupo era simple, encontrar el paradero de sus familiares.

A 44 anos de los 12 de Santa Cruz

Deben su nombre al lugar donde realizaban sus reuniones, lugar donde algunos de ellos fueron secuestrados por el terrorismo de Estado. Este lugar es la Iglesia de la Santa Cruz, ubicada en el barrio porteño de San Cristóbal.

Nora Cortiñas, madre fundadora, prestó su testimonio, en noviembre de 2010, frente al tribunal que investigó el crimen cometido contra los 12 de la Santa Cruz. En aquella ocasión ‘Norita’ explicó con palabras muy simples, el recorrido habitual de aquellos días. “Empezamos toda esa vida de búsqueda, día a día, permanente, de la mañana a la noche, de la madrugada a la otra madrugada, yendo del Ministerio del Interior a la oficina de ese monseñor Emilio Graselli, que tenía sotanas y botas”. Este mismo recorrido, realizaron los 12. Día a día, golpear puertas, recibir indiferencias y mentiras por igual, soportar, respirar una y miles veces antes de quebrarse frente a aquellos que aportaban su rostro al, por ese entonces, anonimato de la dictadura. Fueron estos, los primeros cómplices y encubridores de tan aberrantes crímenes.

En los días previos de los secuestros, los 12 estaban organizándose para publicar una solicitada en los diarios, con los nombres de 804 personas, que hasta el momento se desconocía su paradero, pero se sabía que habían sido capturados por las fuerzas militares. El diario Clarín, en aquel entonces, se negó a realizar la publicación. El diario La Nación, a duras penas y poniendo trabas, la publicó.

La hipótesis de por qué se desencadenaron los secuestros del grupo tienden a relacionarlo directamente con este hecho. Algunos sugieren que la identidad del, en ese entonces, capitán de fragata Alfredo Astiz, el represor que se había infiltrado en el grupo, estaba al descubierto. También entra en consideración la actividad previa de Alice Domon.

Alice y Leonie, eran dos monjas de origen francés que estaban muy involucradas con las luchas sociales, y en particular desde que la escalada de violencia producto de las razias de la dictadura, se habían empezado a sistematizar.

Alice, había comenzado su labor varios años antes, durante su estadía en la localidad de Perugorria, ubicada en el sur de la provincia de Corrientes. Allí, la monja, se había involucrado muy íntimamente con las luchas de ‘Las Ligas Agrarias’, los movimientos y organizaciones de campesinos que resistían la tiranía de los sistemas feudales que, en algunos casos, perduran hasta hoy día.

Las intimidaciones, las golpizas, las detenciones arbitrarias, incluso las ejecuciones sumarias, forman parte, lamentablemente, de la historia de resistencia de estas luchas. Pero para cuando comenzaron los secuestros y las desapariciones, el panorama cambió. Ante el avance de la violencia, Alice se vio forzada a desplazarse a la capital, donde podría realizar gestiones, o al menos eso pensaba, para ayudar a esclarecer las desapariciones de su entorno. Al llegar a la ciudad, en marzo de 1977, unió esfuerzos con el obispo Jorge Novak, uno de los tantos sacerdotes tercermundistas de la ‘opción por los pobres’. Allí, Alice tomó noción sobre las dimensiones del terrorismo de Estado.

Leoni vivía en Ramos Mejía, en uno de los barrios de la Matanza, en una pequeña casa con techos de chapas pegada a la iglesia. Ambas compartían la sensibilidad del servicio devocional, y el compromiso con el prójimo. Su amistad fue casi instantánea.

El grupo había sido infiltrado por Astiz, que respondía a los servicios de inteligencia de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), uno de los centros neurálgicos del aparato represivo del Estado, que estaba bajo la órbita de control del almirante y masón, miembro de la Logia P2, Emilio Massera. Los servicios, estaban obsesionados con las Madres de Plaza de Mayo.

Astiz se presentó en las rondas de las Madres, en Plaza de Mayo. Poco a poco, simulando ser hermano de un detenido, comenzó a penetrar en el grupo. Es importante entender la fragilidad de las madres en aquel momento, su inexperiencia y según las palabras de Norita, su ingenuidad. Astiz, con la astucia de una víbora logró acercase a Azucena. Caminaba del brazo con ella, susurraba a su oído, iba a su casa, escuchaba y recopilaba información. Según declaró Norita, en algunas ocasiones Astiz era acompañado por una muchacha delgada, pálida, tímida y retraída, que él presentaba como su hermana. Esta mujer era Silvia Laybarú, una de las tantas detenidas por los grupos de tareas, que era explotada sexualmente dentro de los ámbitos de los oficiales. Gracias a su valiente testimonio, los delitos sexuales dentro los crímenes de lesa humanidad, comenzaron a ser considerados con especial atención por su carácter violento y perverso. Muchas mujeres y también hombres, han conservado estos abusos sistematizados dentro de sus cuerpos, intentando encontrar palabras, y en algunos casos oídos.

Fue Astiz el que entregó al grupo. Este “ángel rubio”, como lo definían las madres en aquel entonces, se transformó, o sería mejor decir se reveló como un ángel de la muerte.

Entre la mañana del 8 y la tarde del 10 de diciembre, los grupos de tareas secuestraron a los 12 miembros del grupo. Fueron llevados a las instalaciones de la ESMA, donde fueron brutalmente torturados. Las monjas, además fueron víctimas de un montaje. Los represores las obligaron a sacarse fotos, sentadas con una bandera de Montoneros de fondo. Esta imagen sirvió para culpar de su secuestro a la organización guerrillera. Este dato es muy importante para tener en cuenta a la hora de analizar muchos de los hechos de violencia que recién hoy en día tienen un correcto nombre: “atentados de falsa bandera”.

Durante la jornada del 14, fueron lanzados vivos al mar, en uno de los tantos ‘vuelos de la muerte’. Sus cuerpos, aparecieron días más tarde flotando en las costas, y ante este hecho, este notorio hecho, los medios masivos de comunicación y varias agencias internacionales, entre ellas la dependiente de la Embajada de los Estados Unidos, hicieron la vista gorda y permitieron que, por segunda vez, el aparato represivo desapareciera a estas víctimas. Sus cuerpos, ya sin vida, fueron enterrados clandestinamente en un cementerio de General Lavalle. Recién en el año 2005, serían identificados por el Equipo Argentino de Antropología Forense. Hoy, las cenizas de Azucena Villaflor, reposan en la base de la pirámide de Plaza de Mayo.

La verdad la seguiremos escribiendo, cada vez que empalicemos con esta historia que yace en nuestro inconsciente colectivo, esta historia que yace en nuestro genoma.

Esta historia que nos comprometemos a no olvidar.

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*Fotos: revistaharoldo.com.ar / Fotos extraídas del ensayo fotográfico de Mónica Hasenberg