Jueves 2 Mayo 2024

Cuánta falta hacen las plumas de la paz, y de la denuncia, en estos tiempos de guerra

“Se declara la guerra en nombre de la comunidad internacional, que está harta de guerras. Y, como de costumbre, se declara la guerra en nombre de la paz”. Corría marzo del 2003, veinte años atrás, cuando Eduardo Galeano escribía ‘Seré curioso’, un breve ensayo, lleno de preguntas que el sentido común bien podría responder, en el marco de la invasión que los Estados Unidos hacía sobre Irak, en aquella “guerra preventiva” –según las declaraciones del entonces presidente Bush-, que buscaba armas de destrucción masiva, como quien busca la paja en el ojo ajeno. “No es por el petróleo, dicen”, apuntaba el uruguayo afirmando los oscuros y verdaderos intereses que sin piedad priman por sobre la vida de miles y de millones de aquellos nadies que oscilan por la existencia al borde del anonimato. Hoy nuestras jóvenes sociedades enfrentan nuevamente la guerra, y peor aún, el exterminio. Hoy más que nunca son necesarias las plumas que logran, con sencillez, poner las cosas en claro. Plumas de un santo espíritu como el de Eduardo Galeano.

Eduardo Germán María Hughes Galeano nació en Montevideo, el 3 de setiembre de 1940, y pese a que hace ocho años se fue -ya que su pasaporte tiene sellada la fecha de partida de este mundo- su letra, su verbo, su palabra (que tanta vida supieron retratar) su alma rebalsada de ‘Días y noches de Amor y de Guerra’, nos acompaña y nos acompañará siempre.

Galeano fue concebido en el seno de una familia de raíces patricias, ascendencia europea y profundamente católica. Un origen del que nunca renegó, pero que se negó a heredar y reproducir. Su carácter inquieto y curioso, que lo llevaría a lo largo de su vida a recorrer el mundo, lo encauzó, en aquellos primeros años, a una madurez temprana en sintonía con una generación que tenía poco tiempo y mucho por hacer, para intentar frenar lo que hoy parece irreversible. Sus primeras publicaciones fueron gráficas antes que literarias, pero siempre políticas, las cuales fueron publicadas en el semanario El Sol, bajo el seudónimo Gius, una versión latinoamericanizada de su tan británico apellido. Tiempo después, ya abocado al trabajo literario, firmaría sencillamente como Eduardo Galeano, convirtiéndose en uno de los autores rioplatenses más reconocidos, cuyas palabras fueron traducidas a más de 20 idiomas. 

De joven viajó, convencido de que las fronteras no son ciertas, y pese a que encontró un sinnúmero de genéticas, lenguas y culturas, se topa a cada paso con las heridas de un cáncer que sin muchos preámbulos define como capitalismo. "Es América Latina, la región de las venas abiertas -dice en el más famoso de sus libros-. Desde el descubrimiento hasta nuestros días, todo se ha trasmutado siempre en capital europeo o, más tarde, norteamericano, y como tal se ha acumulado y se acumula en los lejanos centros de poder. Todo: la tierra, sus frutos y sus profundidades ricas en minerales, los hombres y su capacidad de trabajo y de consumo, los recursos naturales y los recursos humanos. El modo de producción y la estructura de clases de cada lugar han sido sucesivamente determinados, desde fuera, por su incorporación al engranaje universal del capitalismo". Estas palabras, impresas por vez primera, a fines de 1970, escritas con el apuro de quien pretende frenar una hemorragia, serán la antesala de un nuevo capítulo de una historia genocida.

Ya desenmascarada la dictadura en el Uruguay, Galeano se refugia en Argentina, donde asume el riesgo de poner el rostro -como director- en tiempos de la revista Crisis. En mayo de 1975 escribía: "Ayer apareció muerto, cerca de Ezeiza, un periodista de La Opinión. Se llamaba Jorge Money. Tenía los dedos quemados, las uñas arrancadas. En la redacción de la revista, Villar Araujo me pregunta, masticando la pipa: -¿Y? ¿Cuándo nos toca a nosotros? Nos reímos. En la edición de Crisis; que está en la calle, hemos publicado la última parte del informe de Villar sobre el petróleo en la Argentina. El artículo denuncia el estatuto colonial de los contratos petroleros vigentes en el país y cuenta la historia del negocio con toda su tradición de infamia y crimen. Cuando hay petróleo de por medio, escribe Villar, las muertes accidentales no existen". Una denuncia que lamentablemente continúa vigente, porque vigente continúa la lógica de la ocupación, el genocidio y el saqueo. 

Menos de un año después Galeano haría el recorrido inverso de sus ancestros e iría al viejo continente, no como un colono europeo sino como uno de los miles de latinoamericanos que escaparon del rasante vuelo del cóndor. Ya en el exilio español, ante el riesgo de que la historia desaparezca junto con el pueblo, Galeano intenta recuperar cuanto relato y tradición viene ante sí, convencido de que la "memoria del fuego pueda ayudar a devolver a la historia el aliento, la libertad y la palabra".

"Yo fui un pésimo estudiante de historia -afirma el sentipensante en el primer tomo de la trilogía-. Las clases de historia eran como visitas al Museo de Cera o a la Región de los Muertos. El pasado estaba quieto, hueco, mudo. Nos enseñaban el tiempo pasado para que nos resignáramos, conciencias vaciadas, al tiempo presente: no para hacer la historia, que ya estaba hecha, sino para aceptarla. La pobre historia había dejado de respirar: traicionada en los textos académicos, mentida en las aulas, dormida en los discursos de efemérides, la habían encarcelado en los museos y la habían sepultado, con ofrendas florales, bajo el bronce de las estatuas y el mármol de los monumentos". 

Hacia mediados de los 80, mientras los mercaderes ensayaban las democracias condicionadas, Galeano volvió al cono sur donde se reencuentra con historias necesitadas de ser contadas. “Cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad de decir, a la voz humana no hay quien la pare. Si le niegan la boca, ella habla por las manos, o por los ojos, o por los poros, o por donde sea. Porque todos, toditos, tenemos algo que decir a los demás, alguna cosa que merece ser por los demás celebrada o perdonada”.

Ya de regreso en Uruguay se unirá junto a Hugo Alfaro, Héctor Rodríguez, Mario Benedetti y Samuel Blixen entre otros, para darle vida a Brecha, desde donde, siempre con un ojo militante, seguirá de cerca la realidad política y social del país y del mundo.

Será uno de los primeros en sumarse a la cruzada por anular la Ley de Caducidad, el nefasto artilugio ideado por Julio María Sanguinetti a instancias de Wilson Ferreira Aldunate, que lisa y llanamente pretendía desmemoriar al pueblo. “Hay que abolir esta ley infame que nos condenó a la infamia perpetua y al perpetuo olvido”, decía el escritor. Durante el acto de cierre de la campaña decía: “La ley de la impunidad, la ley de caducidad de la pretensión punitiva del Estado, fue bautizada con este nombre rocambolesco por los especialistas en el arte de no llamar a las cosas por su nombre”. Era octubre del 2009, y el Frente Amplio -que Galeano públicamente había apoyado-, gobernaba el país. La votación no fue lo que se esperaba, contra toda naturaleza los oprimidos se pusieron del lado del opresor. Gobernantes y gobernados volvieron a sumergirse en el olvido. “¿No nacieron para caminar juntos, bien pegaditos, el sentido común y la justicia?”, se preguntaba Galeano en un texto que pretendía chocar contra el estado de ensueño, y arrancaba pidiendo que le “disculpen la molestia”.

En el 2013, ya entrado en años, volvería a exhibirse públicamente y políticamente a favor de la memoria, durante los eventos en torno al traslado de fuero de la jueza Mariana Mota, un hecho que generó una espontánea protesta en el palacio de la Suprema Corte de Justicia, y que años más tarde -aunque Galeano no llegaría a verlo en vida- terminaría con la condena de seis manifestantes, que fueron elegidos a dedo para ser fusilados civilmente. “En este reino de la impunidad hay homicidios sin asesinos, torturas sin torturadores y violencia sexual sin abusadores”, escribía en la última contratapa que llevó su firma en Página/12, escrita en torno a la desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotzinapa.

Quien se abraza a una lucha justa, siente todas las batallas como propias. Quien se abrasa, abrazándose a la vida, arde sin tiempo. “No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende”.

Acerquémonos a esta lumbrera ante estos tiempos oscuros que hacia la guerra nos llevan.

Foto: Cronicón