Por Jean Georges Almendras, desde Palermo, Sicilia-27 de agosto de 2022

De buenas a primeras un uruguayo ahora se encuentra en las vitrinas mundiales de la criminalidad. Se llama Sebastián Marset, hoy por hoy prófugo. Un mediático en la región de la triple frontera, y en su tierra natal donde sin querer (o queriéndolo) recientemente desencadenó un verdadero tsunami dentro de la interna política uruguaya, al extremo que en ese contexto dos ministros del gobierno de Luis Lacalle Pou fueron interpelados por la oposición, nada más ni nada menos porque en otrora un pasaporte le fue expedido a Marset, cuando se encontraba detenido en Dubai por poseer uno falso, de procedencia paraguaya. Otorgarle desde Uruguay el nuevo pasaporte, le permitió recuperar la libertad y entrar en la clandestinidad. El costo político para Lacalle Pou fue alto. Pero en definitiva, la verdadera antesala de este episodio -si se quiere escandaloso, pero de neto corte burocrático- y que avivó el fuego en torno al uruguayo Marset se sitúa en el tiempo, a comienzos de la década del 2010, tomando en cuenta que su ingreso al Penal de Libertad (en el 2013) por delitos relacionados con el narcotráfico, marcaron su rumbo sin mesura internándolo dentro de la maraña del delito, llevándolo por senderos que ahora salen a la luz pública estrepitosamente, y en tal grado, que hasta se llegó al punto de sindicarlo desde filas judiciales colombianas, como el ideólogo del crimen del fiscal paraguayo Marcelo Pecci, como punta de lanza de una reacción provocada por el funcionario a la hora de dictar operativos y allanamientos en el Paraguay (operativo A Ultranza) desarticulándose así una maquinaria criminal de la cual Marset formaba parte muy activamente. Entonces, si por aquellos días ya su nombre fue cobrando peso mediático, y más tarde se lo relacionó oficialmente (nada menos, que por parte del mismísimo presidente de Colombia) como musa inspiradora y mandante de uno de los magnicidios más impactantes del año en curso, su perfil de criminal se potenció de tal forma, que hasta él mismo, personalmente, apelando a las tecnologías, envió a la opinión pública (a través de un noticiero de televisión de Montevideo) un video mensaje, deslindándose públicamente de todas las imputaciones que venían circulando en su contra.

Ahora mismo, el narco uruguayo, Sebastián Marset, es además, e indiscutiblemente, el emblema más descarado de cómo en nuestros días se maneja el crimen organizado, manipulando a la opinión pública desde las tinieblas, visibilizándose como si tal cosa, para limpiar su nombre y su imagen, de una cadena de hechos delictivos propios del sistema criminal integrado, que se halla instalado en ambas márgenes del océano Atlántico, con el inconfundible sello de una de las más pesadas operaciones mafiosas de los tiempos que corren: el narcotráfico internacional, funcional a una criminalidad transnacional, vigente e imperante con intensidad despampanante. Con una vigencia, que desajusta nuestra sociedad, desatando tempestades de retórica política, con las infaltables apreciaciones -desde múltiples filas institucionales sudamericanas, incluidas las de Uruguay- sobre la necesidad de mejorar los instrumentos legales para neutralizar urgentemente a personajes como Marset, como si eso se fuera soplar y hacer botellas, cuando en realidad, no hay criminalidad que pueda ser neutralizada, aguantada o pulverizada, sin la presencia de algo que hoy por hoy escasea: la voluntad política para deshacer a las mafias. Una voluntad política inexistente en la mayoría de las veces, y lo digo sin titubeos; o muy light en ocasiones, si se quiere; y hasta existente en un tono hipócrita muy sutil y estratégico, de hecho inocuo, que no tiene desperdicio.

En Paraguay, que se sabe desde tiempo atrás cómo opera el narcotráfico, y qué alcances tiene en el medio económico, político, empresarial y financiero local, siempre los gobiernos de turno han mirado a un costado, y hasta se han pronunciado con lágrimas de cocodrilo, cuando han aparecido cadáveres de periodistas -como el de Pablo Medina, y 18 periodistas más asesinados por la narcopolítica en los resplandecientes días democráticas post dictadura- o cadáveres de referentes sociales, de campesinos, de ciudadanos y ciudadanas, y hasta de intendentes, en todo el territorio guaraní, especialmente en Pedro Juan Caballero, bastión del narcotráfico, a instancias de grupos criminales del Brasil, infiltrados en Asunción y hasta en el Uruguay.

En mi país, se debate por horas sobre las responsabilidades respecto al cómo, por qué, y cuando se entregó un pasaporte a Sebastián Marset, como si ahí estuviese el nudo gordiano del gran problema narco que él representa, pero no recuerdo que haya habido igual debate en torno al cómo, por qué y cuándo se dieron las condicionantes para que un mafioso de la talla de Rocco Morabito, capo emblema de la ‘Ndragheta, una de las cuatro organizaciones mafiosas italianas de mayor penetración en la sociedad local y en el mundo, haya permanecido clandestino en el departamento de Maldonado por más de 15 años huyendo de la justicia de su país, y una vez capturado en setiembre de 2017, con bombos y platillos, haya logrado darse a la fuga, con facilidad cinematográfica, de una cárcel del centro de la capital uruguaya, para finalmente poner proa al Brasil, donde al cabo de un tiempo felizmente fue recapturado, para ser finalmente extraditado a Italia, donde está hoy entre rejas ¿seguramente bajo algún acuerdo propio del sistema mafioso en concubinato con el poder gubernamental italiano de turno, lamentablemente? Puede ser porque hoy, como ayer, mal que nos pese, allá en la bota italiana, Estado y Mafia, van de la mano, descaradamente.

El Primer Comando Capital y todas las organizaciones criminales, de Paraguay, de Brasil y de Colombia, incluido un clan Insfran vinculado con Marset, casi con certeza tienen operativamente el sello mafioso italiano de la ‘Ndrangheta, y esto no es una especulación caprichosa, ni una metáfora que los atraviese, sino más bien es un hecho tangible por todos los poros. En ese contexto, Marset mismo, es beneficiado con la debida cobertura para proteger su clandestinidad, ejecutándose a fiscales como Pecci, entre otras cosas, y además no podemos olvidar que a Marset se lo ha vinculado con las amenazas de muerte proferidas a la fiscal Mónica Ferrero en Montevideo, haciendo y deshaciendo a troche y moche, en su propio país, porque la voluntad política para tumbar al crimen organizado, estuvo recontra ausente en Uruguay. Ausencia que también se ve en Rosario, Argentina; en todo el territorio paraguayo, en Colombia, salvo que ahora, el nuevo gobernante y su vice, ambos revolucionarios estimamos a conciencia, den vuelta la torta o como se dice en el Uruguay: a tiempo pateen el tablero.

Y eso es lo que verdaderamente hace falta. Girar más de 160 grados para revertir situaciones tóxicas desde el inicio, que son las que aprovechan, personajes como Sebastián Marset , y Rocco Morabito, entre otros, fuera y dentro de Sudamérica -ni hablar de Italia- para hacer de la cultura mafiosa un hábito de la vida cotidiana.

El uruguayo Sebastián Marset no es ni más ni menos que un ejemplar fruto de la simbiosis sin fronteras, entre mafia y Estado, o mejor dicho de las responsabilidades del gobierno, que son ausentes. Ausencias, que son el caldo de cultivo de los elementos de la criminalidad que están al acecho de todos estos desvaríos de las democracias de hoy, que se jactan de su perfección, y que, a cada paso, van construyendo vidas como las de Marset, desarrolladas en el delito, solventadas por el delito y estimuladas por el delito. El delito, la mafia o la criminalidad, que les da identidad. Esa identidad que en ocasiones proviene del Estado y que no ha sido íntegra, porque los afectos de los ciudadanos jóvenes han sufrido quebrantos y desatinos, como así también las oportunidades destinadas a educarlos, impidiéndoles absorber valores y oportunidades laborales. Pero especialmente impidiéndoles a incorporar en su cotideaneidad el valor vida, el valor justicia, y el valor honestidad.

Obvio, que Sebastián Marset, hace gala de la criminalidad como forma de vida, y dentro de ese juego, hasta se abroga el derecho de declararse inocente, o distante de esos caminos tortuosos del delito, apelando a la prensa. Es, en definitiva, su juego habitual.

Si es o no es el ideólogo verdadero del crimen de Peccci, lo decidirá la justicia, investigaciones de por medio. El punto no es ese. El punto es remarcar que Marset, como tantos otros, es un muy habilidoso artífice, es un muy influyente brazo, un mafioso que está vaya a saber uno donde, circulando por las calles, a pie o en auto, siempre funcional a la ilegalidad, que, repito, es su forma de vida, es su cultura de vida. Sus vínculos, sus negocios, sus trapisondas y sus logros, que son logros en millonario contante y sonante, o son logros millonarios en poder, o sencillamente en capacidad de ejercer influencia en terceros, están a la orden del día.

Sebastián Marset (que hace uso y abuso de coberturas y logísticas que le den protección e impunidad, tal como es habitual en las familias mafiosas) vive con el rótulo de prófugo; pero en el ayer vivía con fachadas en sus negocios, haciendo lavado de dinero y recorriendo todos y cada uno de los vasos comunicantes del crimen, en la región de la triple frontera, que es dónde habitualmente se ha manejado.

Los perros de caza están detrás de él, y en su país de nacimiento, Uruguay, el sistema político y la sociedad uruguaya, medios de prensa incluidos, se rasgan las vestiduras frente a las andanzas del uruguayo Sebastián Marset.

Sebastián Marset, es el narco uruguayo, que no sabemos dónde está, pero sabemos dónde estuvo metido y como accionaba, a las espaldas de su perfil de empresario y de hombre del fútbol, y del espectáculo.

Cerrando, Marset, es uno más de tantos, del mundo del crimen, que sale a la superficie de las aguas. Pero en realidad, no es más que la punta de un iceberg, de un enorme y gigantesco témpano de mafia, o, mejor dicho, de “una montaña de mierda” parafraseando a Pepino Impastato, un joven periodista y militante comunista italiano, asesinado a la edad de 30 años, en Cinisi, Palermo, el 9 de mayo de 1978, a instancias del capo mafia Gaetano Badalamenti, que lo consideró un muy serio obstáculo para la lógica mafiosa instalada en Sicilia.

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*Foto de portada: mediospublicos.uy