Domingo 8 Diciembre 2024

Son los niños de la calle, que forman un ejército de más de 700.000 almas, cuya vida vale bien poco. Deambulan durante el día por cualquiera de las ciudades superpobladas del país bengalí, el de mayor densidad de población del mundo, buscando algo que llevarse a la boca, y descansan a la intemperie, en cualquier rincón, sin importarles los peligros que les rodean. Cada día es una nueva aventura para unas vidas sin pasado ni futuro: solo importa el presente.  
Son las doce de la noche y todavía hace calor, más de 30 grados, pero hoy no va a llover. Se ven estrellas en el cielo, a pesar del humo de los camiones que aguardan, con el motor encendido, a menos de cien metros de la estación, en el mercado de frutas, listos para descargar sus mercancías. Hace ya una hora que la policía ha dejado de patrullar por los andenes de la vieja estación victoriana de Chittagong y los niños no han perdido el tiempo. Hay cientos de ellos repartidos por los dos kilómetros de andenes en penumbra. Si te descuidas, los puedes pisar.  
La gente se amontona en torno al fotógrafo. Tienen tiempo… es lo único que tienen. Los niños no se despiertan a pesar del ruido de los curiosos, el repiqueteo del clic de la máquina de fotos o las velas que hay que encender para tener más claridad. Están en un estado de semiinconsciencia, después de un día más de malvivir en la calle.  
Una madre duerme con tres hijos, uno de ellos un bebé de pocos meses, al que abraza de forma protectora. Los otros dos chiquillos, de entre 5 y 8 años, no sueltan ni en sueños los sacos de tela blanca en los que llevan sus únicas pertenencias; botellas de plástico vacías, algún bidón de agua, chatarra y algo de arroz o fruta a medio pudrir que hayan recogido de la calle. La madre abre un ojo, alterada por el paso del grupo, comprueba que su camada está allí, y lo vuelve a cerrar atrayendo para sí a su bebé.  
A pocos metros, dos niños de entre 10 y 12 o 13 años sueñan entrelazados. Uno boca arriba, con la pierna izquierda tocando al otro, que a su vez pone la mano sobre el cuerpo del primero. Es un contacto mutuo, que seguro les hace estar en compañía en medio de la noche. Respiran profundamente, despreocupados por el entorno hostil que les rodea. No se pueden permitir el miedo. Tienen que descansar para afrontar el día siguiente. En cuanto amanezca, tendrán que abandonar la estación y buscarse la vida en las calles.  
Sobre un murete y bajo las escaleras, una niña que no debe de llegar a los 8 años duerme boca arriba, con las manos sobre el pecho, como una bella durmiente a quien ningún príncipe vendrá a besar. Da miedo verla allí sola, indefensa, en medio de las sombras de la noche de una estación. Probablemente haya llegado a Chittagong ese mismo día, en alguno de los trenes atestados de gente, huyendo de algo o de alguien, y se haya tumbado agotada sin saber el riesgo de corre. Miles de niñas son secuestradas cada año en Bangladesh y vendidas para la prostitución.  
SACARLOS DE LA CALLE  
Unicef, Ayuda en Acción, Save the Children y otras ONG trabajan desde hace años para intentar solucionar un problema creciente. Bangladesh es uno de países más pobres del mundo, con el 41% de sus 140 millones de habitantes viviendo con menos de un dólar diario. El 84% malvive con menos de dos dólares al día.  
Niños y niñas son las principales víctimas. Casi la mitad de la población es menor de edad y las cifras de desgracias son escalofriantes. Un total de120.000 bebés de menos de un mes mueren al año en el país (14 cada hora), la mitad de ellos en las primeras 24 horas de vida. La mortandad infantil es del 52 por mil, cifra que llega al 65 por mil en menores de 5 años. Oficialmente, hay 7,5 millones de niños de entre 5 y 15 años que trabajan, aunque la cifra real supera el doble, por la economía sumergida. Estos niños aportan entre el 20 y el 30% de la renta de sus familias.  
Viendo estas cifras, antes de viajar a Bangladesh, escandaliza el número de niños y niñas que tienen que trabajar desde muy pequeños para mantener a sus familias. Pero al callejear por Dhaka (la capital), Chittagong, Khulna, Sirajganj, Faridpur o cualquier otra ciudad bengalí se da uno cuenta de que los que trabajan y viven en casa son unos privilegiados, comparados con los más 700.000 niños de la calle. Una cifra que, según Unicef, llegará a 1,2 millones en 2014 y 1,6 en 2024.  
Subuj tiene 12 años y lleva seis meses en la calle, aunque desde hace tres duerme en uno de los refugios abiertos por Unicef en Chittagong, la segunda ciudad de Bangladesh, con más de seis millones de habitantes. Es de un pueblo del noreste del país, a más de 200 kilómetros de donde ahora vive. Su padre murió cuando él era muy pequeño, y su madre y sus tres hermanas, mayores que él, trabajan como sirvientas en casas. Él llego a la ciudad, acompañado de su madre, recién cumplidos los 12 años. Venía a buscar trabajo, pero se perdió en la calle, o fue abandonado, quién sabe.  
"De repente, me encontré solo en la calle", explica el niño, que ha tenido que madurar de repente, "y no sabía qué hacer". Se juntó con otros niños de la calle y durmió durante algunas semanas en la estación. "Era muy peligroso. Primero tenías que evitar a los policías, que nos perseguían con palos. Una vez me dieron una buena paliza. Luego te tumbabas a dormir en el suelo con miedo a lo que pudiera pasar. Los primeros días lloraba mucho y dormía poco, pero luego me fui acostumbrando".  
Chittagong es una ciudad llena de emigrantes de otros Estados. Está en el sureste y tiene el mayor puerto del país, además de mucha actividad comercial. Por eso viajan allí miles de personas cada año en busca de trabajo, y por eso Unicef tiene allí su mayor proyecto de protección de niños.  
En las calles de Bangladesh viven 700.000 niños. Cada hora mueren 14 bebés en este país  
Una mañana, Subuj se enteró de que muchos de los niños que dormían con él en la estación de trenes iban por la mañana a una especie de escuela al aire libre en el aparcamiento de la estación, y se fue con ellos. Allí entró en contacto con los educadores sociales de la ONG local Aparajeyo, que colabora con Unicef, y a los pocos días estaba durmiendo en uno de los cinco refugios que tienen en la ciudad. "Aquí me siento seguro. Durante el día voy al mercado a trabajar descargando o empujando carros, y puedo ganar hasta 80 takas (un euro). Pero ya no tengo que dormir en la calle".  
"¿Qué quieres ser de mayor?".  
La respuesta es rápida: "Quiero aprender cosas, y me gustaría ser electricista".  
En el refugio duermen 60 niños cada noche, y acuden a comer más del doble. Tienen duchas, tres comidas al día y, sobre todo, compañía y seguridad. Allí se refugian niños de entre 6 y 18 años, y aunque la convivencia no es fácil, es más llevadero que dormir a la intemperie.  
Rifat tiene 9 años, viste solo unos pantalones y lleva la cabeza pelada al cero. "Tenía piojos", explica con descaro. Es de un pueblo del norte, a 400 kilómetros de Chittagong, y se fue de su casa hace tres años, con apenas seis, con un primo suyo de 10.  
"¿Por qué te fuiste?"  
"Mi madre se murió y mi padre se volvió a casar. Mi madrastra no nos quería ni a mi, ni a mis cuatro hermanos mayores". Así que se fue a Dhaka y vivió en la calle, con su primo, durante casi tres años. Cerca de 200.000 niños viven en las calles de Dhaka, la capital de Bangladesh, con una población superior a los 16 millones de habitantes.  
"Dormíamos unas veces en la estación de tren y otras en los embarcaderos, junto al río, pero un día mi primo se fue y me dejó sólo. No sabía qué hacer, me monté en un tren y llegué aquí. En esta estación se está mejor que en la de Dhaka, porque hay menos gente mala". Lleva dos meses en el refugio y dice que está muy contento. "Tengo amigos, juego, como y duermo sin lluvia". Durante el día, recoge botellas vacías de plástico y las vende en el mercado; saca entre 20 y 40 takas al día (entre 25 y 50 céntimos de euro).  
Son las ocho de la tarde, la hora de la televisión. Rifat quiere irse a ver los dibujos animados, pero atiende a la última pregunta. "¿Qué quieres ser de mayor?".  
Se queda callado, triste y confundido, como si nunca hubiera pensado en un futuro, que realmente no existe. Al final, después de pensarlo mucho dice mirando a Habib, el director del centro que hace de traductor, que le gustaría trabajar en una tienda de coches. Y se va corriendo a ver la televisión, con sus 60 compañeros de refugio. Niños que se han hecho mayores en la calle, pero que vuelven a su infancia frente a los dibujos animados que los hipnotizan a todos, sentados en el suelo, descalzos y disfrutando de unos momentos de felicidad.  
En una esquina está Alauddim, 12 años, una camiseta sin mangas azul y un pendiente de plata en la oreja derecha. Tiene mirada de pillo y se ve que se gana bien la vida en la calle. Lleva tres meses durmiendo en el refugio, después de otros tres en la estación. Es huérfano, y vivía con un tío materno, pero al cumplir los doce años le echaron de su casa, a unos de 100 kilómetros de Chittagong, y se vino con otro niño a las calles de esta ciudad, en donde recoge trozos de metal del suelo y los vende en una chatarrería.  
"Ya tengo mucho dinero ahorrado", dice con una enorme sonrisa, "casi 300 takas (menos de cuatro euros). Me gasto muy poco de lo que saco en la calle, y estoy ahorrando para poner una tienda de muchas cosas. Aquí me guardan el dinero, porque una vez me lo robaron en la calle unos niños más mayores". Cada niño tiene su propia cartilla en el refugio en la que van guardando sus ahorros.  
El que no tiene nada ahorrado es Shahim, el más pequeño de los niños de la casa. No sabe decir cuántos años tiene; levanta los hombros y sonríe. No tiene más de 6. Vino a Chittagong hace dos o tres meses con su madre, dos hermanas y un hermano. Su madre abandonó a los dos niños en la calle, cuando encontró trabajo en una casa y colocó a sus hijas en otras casas. A Shahim lo encontró durmiendo en la calle un trabajador social y lo trajo al refugio hace unas semanas. Estuvo muy triste los primeros días, sin salir de la casa, pero luego aprendió a vivir en la calle.  
"¿Qué haces en la calle?".   
"Nada. Me monto en un autobús que va a la universidad y allí estoy con los niños mayores, que me dan algo de su comida. También cojo cosas del suelo y las cambio por otras, o pido dinero para comprarme comida. Luego cojo el autobús otra vez y vengo a ver la tele y a cenar".  
"¿Has vuelto a ver a tu madre?".   
"No", dice reprimiendo las lágrimas, "pero la van a encontrar y luego me iré con ella. Un día vi a mi hermano y me dijo que íbamos a encontrarla. Pero él no quiso venir a dormir conmigo. No le he vuelto a ver". Estará entre los 70.000 niños que duermen en las calles de Chittagong.   
El último en llegar al refugio, hace cinco días, es Rasel, 12 años y mirada triste. Viste solamente un pantalón corto de color rojo, y se le pueden contar las costillas. Se ve que ha pasado hambre. "Me fui de casa hace dos semanas", dice. "Mi madre se fue con otro hombre y mi padre se volvió a casar con otra mujer que tenía cinco hijos. No me querían, y mi madrastra me gritaba y me pegaba, así que me fui a la estación y cogí un tren a Chittagong, porque había oído que aquí hay muchos mercados donde trabajar".   
Se toca una pequeña cicatriz reciente bajo el ojo izquierdo y dice que no recuerda cómo se la hizo. "Aquí estoy muy bien", explica con una sonrisa forzada, "mejor que en casa, porque nadie me pega. Todavía no tengo amigos, pero trabajo en el mercado empujando carros y ayer me dieron 40 takas (50 céntimos de euro). Quiero trabajar en un restaurante".  
Es la hora de la cena. La cocinera, Aída, apaga la televisión y se sienta en el suelo, a un lado de la larga habitación, sobre una estera en la que hay una gran olla con arroz blanco, otras dos fuentes con pollo y verduras y otra olla con caldo. Los 60 niños se sientan en el suelo haciendo un enorme corro y los más mayores acuden a recoger las escudillas con la comida que va sirviendo Aida. No empiezan a comer hasta que todos tienen su escudilla y entonces se apaga el murmullo y las risas y se hace el silencio mientras todos comen con las manos hasta dejar los platos vacíos.   
En el mercado de frutas, niños de 12 a 15 años empujan carros cargados hasta los topes, hasta el límite de sus fuerzas  
Media hora después devuelven las escudillas vacías y se preparan para dormir. Extienden esterillas por el suelo y se tumban amontonados. Los más mayores ocupan los mejores sitios y los pequeños buscan cobijo junto a ellos. Cuando se apaga la luz, poco a poco, la habitación va quedando en silencio.   
EL MERCADO DE LOS NIÑOS   
Por la mañana, el mercado de frutas que linda con la estación de trenes es un auténtico hormiguero. En Bangladesh las calles están siempre abarrotadas. Los carros de madera llenos de enormes cestas de mangos, piñas o verduras apenas pueden circular entre los puestos, en medio de un enorme atasco que hace que el trabajo sea más penoso todavía. Delante de cada uno, un hombre encorvado hace las veces de animal de carga, tirando del carro. Y detrás, uno o dos niños de entre 12 y 15 años empujan hasta llegar al límite de sus fuerzas. Hay cientos de ellos luchando por conseguir el trabajo.   
Allí están Shaju, Rasel y Subuj, que saludan con una sonrisa sin dejar de empujar, con enorme esfuerzo para un adulto, los carros que avanzan penosamente entre los puestos. Son sólo niños, pero tienen trabajar como hombres.   
Cruzar la calle principal de Chittagong, repleta de camiones, autobuses, coches, tuc tucs y ricshaws, es una auténtica aventura. Al otro lado está el mercado de Riazuddin, más grande que el de frutas y también abarrotado, lleno de puestos de ropa, libros, cacharros y chamarilería. En la zona más oscura se amontonan decenas de niños con sus sacos blancos llenos de plásticos, cartones o chatarra, en busca de comprador. Alaudim, más avispado que nadie, ha conseguido vaciar su saco lleno de chatarra y se lleva al bolsillo un billete manoseado de diez takas, antes de volver a la calle a buscar más tesoros. Le quedan diez horas para intentar conseguir 70 u 80 más para aumentar sus ahorros y conseguir, algún día, abrir el puesto con el que sueña.   
En el segundo piso de una especie de centro comercial repleto de puestos de comida sucios, que allí llaman restaurantes, está otro centro de la ONG Aparajevo. Lo llaman drop in center, porque los niños de la calle se dejan caer por allí a la hora de comer, o a cualquier hora del día, para descansar, jugar o lavarse. Se abrió en 2001 y han pasado por allí más de 1.000 niños.   
Mientras esperan la comida, varias decenas de niños juegan en el suelo, de cuatro en cuatro a caremboard, una mezcla de juego de mesa y billar americano. Tienen que meter las fichas, tirando con los dedos, como si fueran chapas, en cuatro agujeros en las cuatro esquinas del tablero. Shakil, 9 años, es el campeón. No falla casi nunca, y se ríe cada vez que lo consigue. Es como volver a la vida que le corresponde a un niño entre un día de jornada laboral de hombre y una noche de sueño a la intemperie.   
LAS NIÑAS TIENEN DOBLE RIESGO   
En la parte norte de la ciudad, Unicef tiene uno de sus tres centros para niñas. El 30% de los pequeños que viven en las calles de las ciudades de Bangladesh son niñas y tienen el riesgo añadido del secuestro para ser vendidas para la prostitución. En el refugio de Khaza Road hay 90 chiquillas, de las que 50 están internas y el resto vuelven a dormir a sus casas. Allí reciben educación, alimento y cariño. Han preparado una función, con cantos y bailes, para recibir a los visitantes.   
La jornada transcurre con alegría, pero en una esquina de la sala llama la atención una niña muy menuda de ojos tristes, con el pelo corto y vestida con una camiseta larga, que no presta atención a la fiesta. Cuando todo ha pasado, la directora del centro, Nasima, cuenta la historia de Tanznia, que no se suelta de su mano en ningún momento. "Tiene 8 años y lleva 45 días aquí", dice. "Un vecino la encontró durmiendo en la calle y la trajo al refugio".   
En todo este tiempo no han conseguido saber su historia y la conversación con ella tampoco aporta mucho. Contesta con una vocecita triste a las preguntas, sin dejar de mirar a la directora, a la que ahora abraza cada vez más fuerte. Dice que quiere volver con sus padres, pero que no sabe donde viven, y que tiene un hermano con el que estaba por la calle cuando se perdió.  
El psicólogo del centro piensa que la niña sufrió un shock y que quiere olvidarlo todo, pero que cuando llegó la hicieron un reconocimiento y no había signos de violencia. Algo debió de ver que la ha dejado así.  
La formación es una parte importante del proyecto para sacar a los niños y las niñas de la calle. Se les enseña un oficio para que puedan trabajar cuanto antes. Cerca del centro de niñas, en un enorme almacén de carpintería, trabajan cinco niños, de 15 y 16 años, que duermen en el refugio de Purba Naslrabad. Llevan ya dos meses y pronto podrán buscarse un cuarto donde vivir.  
Sumon tiene 16 años y parece el más espabilado de ellos. Se emplea a fondo lijando una puerta de madera en el centro del almacén en donde trabajan cien personas. Trabaja 12 horas al día, pero se siente un afortunado por haberlo conseguido después de un año de formación y, sobre todo, porque gana 3.000 takas al mes (casi 40 euros). Como otros muchos niños de la calle, se fue de su casa cuando murió su madre y su padre dejó de prestarle atención. Tenía 13 años y vivió uno entero en la calle, hasta que encontró el refugio.  
Muy cerca de la carpintería, en el primer piso de una casa muy pequeña, trabaja otra de las niñas sacadas de la calle. Se llama Chappa, tiene 15 años y es costurera. Está fabricando una blusa en una vieja máquina de coser y parece feliz, aunque su historia no lo sea. Con 13 años, su madre la trajo a la ciudad y la dejó en una casa como sirvienta. "La señora de la casa me trataba muy mal", explica, "no me pagaba, me daba muy poco de comer y a veces me pegaba. Al mes de estar allí me fui de la casa y volví a donde vivía mi madre, pero se había ido con otro hombre a otra ciudad. Me quedé muy triste e iba andando por la calle llorando, cuando una mujer se me acercó y me dijo que si quería trabajar en su casa. Yo le dije que sí y cuando nos íbamos llegó la policía y nos llevó a la cárcel".  
La mujer resultó ser una tratante de chicas, a las que recogía de la calle y vendía para la prostitución. Chappa se salvó de milagro y acabó en el refugio de la calle Khaza, donde aprendió un oficio que le ha permitido empezar una nueva vida.  
http://www.elpais.com/especial/los-agujeros-negros-del-planeta/bangladesh.html