A propósito del caso de Bennardo Raimondi
 
Por Inés Lépori, desde Argentina-1° de enero de 2022

La muerte civil era una ficción jurídica creada por el ordenamiento penal romano mediante la cual se le quitaban a una persona sus derechos, aún cuando esta permaneciera viva, es decir, aunque no se hubiera producido su muerte biológica. De forma tal que la persona dejaba de ser considerada viva a los efectos jurídicos y perdía todos los derechos que esa condición le daba. Si bien esta figura legal no nació en Roma, ya que también había sido utilizada en Grecia, fue el Imperio Romano el que la hizo famosa y la dejó en herencia al derecho europeo y occidental. Era una pena accesoria que generalmente se aplicaba a los condenados a prisión y a los condenados a muerte. Los esclavos de Roma también eran muertos civiles, ya que no eran capaces de adquirir derechos ni de contraer obligaciones.

Con la muerte civil se perdían todos los derechos subjetivos, como los referidos al estado civil, los de familia y potestad, los patrimoniales y los políticos, pero lo interesante de la figura es que no se perdía la condición de persona, por cuanto el individuo seguía siendo sujeto de deberes desde el punto de vista penal, es decir, podía recibir nuevas condenas y estaba obligado a mantener ciertas conductas que eran obligatorias en la cárcel. La figura fue desapareciendo poco a poco de los códigos entre los siglos XIX y XX hasta extinguirse. 

Sin embargo, en la actualidad, existen situaciones que se parecen mucho a la muerte civil. Tal es el caso de Bernardo Raimondi, un artesano ceramista de gran talento que con sus manos modela figuras para el pesebre de Navidad en la ciudad de Palermo, Italia. Tiene más de cuarenta años de experiencia en su oficio y durante largo tiempo cedió a las exigencias de la mafia que todos los meses le exigía la habitual tarifa a cambio de protección. Un día, cansado de pagar el 'pizzo', denunció a sus extorsionadores que terminaron en la cárcel.

Y fue entonces cuando comenzó su calvario. La mafia, en venganza, lo aisló y fue perdiendo todos los clientes hasta quedar totalmente en la ruina. No puede comprar ni vender porque no pudo pagar sus impuestos y perdió su calidad de contribuyente. Ya no tiene medios económicos, ni amigos o parientes que lo visiten, ni fiestas que celebrar porque nadie se le acerca. Tampoco pudo enterrar a su padre fallecido porque la Municipalidad de Palermo le exige ochocientos euros que no tiene, y su cuerpo espera desde hace largos meses en un depósito del cementerio junto a otros novecientos ataúdes. 

Raimondi se cansó de pedir ayuda, pero nadie lo escucha. 

El Estado, el mismo que dice que hay que tener el valor de denunciar las prácticas mafiosas, lo dejó solo. Sus paisanos permanecen sordos, temerosos e indiferentes a sus pedidos de auxilio. La mafia no olvida ni perdona. La pandemia nos cubre a todos, endurece los corazones y deja en evidencia las grietas de una sociedad a la deriva en medio del caos reinante.

Pero nada es obra de la casualidad.

Con cada etapa del virus del Covid 19 se fueron generando nuevas situaciones sociales, hasta que se llegó a lo que hoy parece ser una aceptación definitiva de la convivencia con la enfermedad. A casi nadie le importó comprobar que la sociedad humana está construida sobre arenas movedizas y que las próximas generaciones no tienen futuro. Hay una subordinación tácita que crece desde abajo, que es querida por la mayoría y que acompaña mansamente la acción de los gobiernos. Luego de una breve pausa el sistema capitalista volvió por sus fueros decidido a resurgir con más fuerza.

Del mismo modo, nadie quiere hacerse cargo de que las mafias son algo real y muy cercano, que actúan sin máscaras ni disfraces, que se fortalecen con la indiferencia general y que oprimen todas nuestras libertades. Es preferible simular que no existen y convivir con ellas. Y si no existen no es necesario pedirle al Estado que las combata. Aunque en sus clandestinos tribunales tramiten juicios sumarísimos, con sentencias implacables que inexorablemente todos conocen y cumplen.

Raimondi dice que no se arrepiente de haber denunciado a sus extorsionadores y que lo volvería a hacer. Aunque lo haya perdido casi todo y esté a punto de perder lo único que le queda: su lugar de trabajo, ya que sus acreedores exigen el dinero o el taller. Sus días de fin de año serán grises y fríos, llenos de tristeza, pero no pierde la fe y espera un milagro. 

A causa de su comportamiento valiente y ejemplar, Raimondi es hoy un muerto civil que ni siquiera inspira compasión. Al fin y al cabo, hizo lo que hizo sabiendo cuáles serían las consecuencias.

Pero como todo muerto civil está vivo, para que todos los días pueda seguir padeciendo los efectos de su condición y se le puedan agregar otras penas, de ser necesarias. 

La sentencia que lo condenó tiene tres firmas: la del Estado, la de mafia y la de los hombres de pobre corazón.

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*Foto de portada: antimafiaduemila.com / Bernardo Raimondi