Hablar como se quiere hacer en estas páginas, es decir en términos “ambientales”, es todavía más arduo. Claro, cuando se piensa en una guerra el último pensamiento es, evidentemente, el ambiente. Al buscar informaciones al respecto, incluso de quienes se ocupan de este aspecto escabroso de los conflictos, han llegado las retóricas morales buenas para cualquier contrayente. Sobre este aspecto de las guerras – su devastador impacto en el Planeta y no solo sobre los humanos – casi nadie se compromete. Una prudencia que parece más de apariencia.
La premisa es que cada guerra es una guerra civil y no trae demasiados beneficios ni siquiera a quien la gana. Es antieconómica incluso para la honestidad intelectual de los más convencidos partidarios de las razones de la fuerza bruta; también cuesta cuando no se hace, porque “mantenerse preparados”, invertir en la industria bélica, significa hacer pagar un montón de dinero a los contribuyentes, también a los pacifistas, precisamente como hace Italia, que a pesar de la grave crisis económica, invierte algo así como 15 millones de euros en armamentos.
Luego, no hace falta ni siquiera decirlo, un conflicto deja un irreversible arrastre de muerte, que difícilmente justifica la elección – aunque individual – si se toma conciencia de que bajo esos cascos y dentro de esos borceguíes, dentro de esas casas, hay hombres y mujeres, personas con sus historias y existencias.
En cambio, lo que se quiere hacer en estas líneas, es mirar las guerras, desde otro ángulo, más incómodo y sólo aparentemente, más cínico. No queremos hablar del impacto que la guerra tiene sobre las poblaciones afectadas, o sobre los militares que combaten en ella: queremos ocuparnos de otro aspecto, y para hacerlo tenemos que dejar a un lado, momentáneamente, cualquier consideración de tipo ético.
Los efectos de un conflicto no cesan con el fin del conflicto mismo; su eco es mucho más duradero, ya sea a nivel económico y social o ambiental. De hecho, sin querer pasar por encima de los horrores humanos, una guerra se paga, hoy más que nunca, también desde el punto de vista del ambiente. Pero tenemos que recordar que un costo ambiental es siempre además un costo económico. Por lo tanto cada guerra no es solo una catástrofe humana y un enorme drenaje de dinero, sino también un desastre ecológico: bosques y cursos de agua destruidos, aire contaminado, tierra envenenada, hábitats devastados. He aquí lo que es una guerra, más allá del irreversible luto de la humana pietas.
Entonces aquí el punto de partida es que una guerra nunca conviene, bajo ningún punto de vista, ni mucho menos el económico/ambiental, a causa de los exponenciales costos del ir a la guerra y de los igualmente astronómicos de la reconstrucción. Los últimos, los contemporáneos, aquellos de los cuales el recuerdo está muy fresco, han tenido un único objetivo real, pero también un único motor: el petróleo.
Sin petróleo no se mueven las economías, pero tampoco se mueven los medios militares, no andan los tanques de guerra, no vuelan los helicópteros, no despegan los aviones. ¿Pero cuánto necesitan? Mucho, muchísimo, porque son grandes y poderosos, porque son muchos y porque las guerras duran mucho tiempo. Sin embargo, entender cuánto petróleo nos cuestan las guerras por el petróleo, no es fácil.
Es muy difícil hacer consideraciones con datos en la mano; pero podemos acercarnos por estimación.
Hace algunos años lo intentó el meteorólogo Luca Mercalli, pero que hoy nos dice que hay que tratar esos datos con cautela: «Son datos difíciles de verificar, sin embargo una guerra en acto utiliza lo mejor de la tecnología existente, con los aviones caza, que consumen miles de litros de combustible por hora de vuelo, los tanques de guerra que consumen un litro por kilómetro. Si ponemos todo esto junto y lo multiplicamos por el número de tropas movilizadas, resulta una importante contribución a la contaminación atmosférica. Y cuando les decimos a las personas que tienen que hacer menos kilómetros en automóvil, tenemos que saber que por el otro lado todo esto se gasta en un solo día de guerra».
No sabemos exactamente cuántos y qué medios militares se utilizan en las distintas operaciones, ni por cuánto tiempo, pero se puede hacer un razonamiento aproximado. Según la Revista Italiana Difesa, el viejo tanque de guerra “Abrams”, utilizado en el primer conflicto del Golfo, en la operación conocida como “Desert Storm” (Tormenta del Desierto), tiene un tanque de combustible de 1.900 litros y por cada kilómetro consume alrededor de 4.5 litros de gasolina. Es decir “bebe” 450 litros de combustible cada 100 kilómetros.
Luego están los aviones, donde las estimaciones son aún más difíciles: según los datos recogidos de Mercalli un avión caza "F-15 Strike Eagle" o "F16 Falcon", consumiría más de 16.000 litros de combustible por hora. Un bombardero "B52" un poco menos: 12.000. Un helicóptero "Apache" sería un poco más económico, contentándose con alrededor de 500 litros combustible/hora. Luego están los medios de apoyo, que difícilmente hacen más de un kilómetro con un litro.
Sohbet Karbuz, ex jefe de la sección no-Ocse, estadísticas de la Energia dell'International agency, sostiene que el ejército de los Estados Unidos es el mayor comprador de petróleo en el mundo y el consumo de combustible para vehículos militares de todo tipo, hace que el Ministerio de Defensa americano sea el mayor consumidor de petróleo de los Estados Unidos.
Ahora sería necesario saber cuántas son las fuerzas en juego en un conflicto, cuáles los despliegues de las diferentes coaliciones y así sucesivamente. Es imposible establecerlo con certeza, porque son informaciones inaccesibles. Pero podemos hacernos una idea. Nosotros también hemos hecho algunas investigaciones y parece que la coalición Usa/Uk en la Desert Storm – conflicto de 1991 que duró 295 días – haya utilizado algo así como 2000 aviones, la misma cantidad de tanques armados y alrededor de 50.000 medios de apoyo.
A este punto, como sugirió Mercalli, se supone que todos esos medios hayan sido utilizados al menos una hora por día, a la luz de los consumos que hemos mencionado y de la duración de ese conflicto, podemos imaginar más que bien el impresionante consumo de gasolina de esa guerra. Y luego ¿cuánto ha contribuido todo ese combustible que ha abastecido los medios de la coalición al calentamiento del clima, con su impresionante carga de CO2?
Si tomamos como promedio que la combustión de un litro de combustible produce dos kilos y medio de anhídrido carbónico (quemar un litro de nafta produce 2.35 kg de CO2 y quemar un litro de gasoil produce 2.66), el resultado es que la guerra por el petróleo ha costado una cantidad impresionante de petróleo y una cantidad desorbitada de anhídrido carbónico. Aunque sea sólo por lógica, tantas emisiones en un solo conflicto, hacen vano cualquier acuerdo internacional, cualquier Kyoto o Copenhagen. Tal vez sea por esto que la revista The Ecologist publica que las fuerzas armadas del mundo entero contribuyen más que cualquier otra cosa al cambio climático y las responsabiliza de consumir la misma cantidad de petróleo que el Japón, convirtiéndose así en culpable del 10% de la contaminación global del aire. Una esquizofrenia política difícil de compartir.
Siempre según Karbuz, para tres semanas de combate en Irak, se necesitó la misma cantidad de combustible que utilizaron todos los ejercicios de los aliados en cuatro años de la Primera Guerra Mundial. Una señal de los tiempos.
Pero los daños ambientales de una guerra no derivan solo del abuso del petróleo como combustible. Siguiendo con el tema del conflicto del Golfo de 1991, en ese entonces se utilizó el arma homicida del terrorismo ambiental. Más de 60 millones de barriles de petróleo, fueron derramados intencionalmente en el Golfo Pérsico cubriendo de crudo 300 km del litoral, con el único objetivo de aumentar el costo de la guerra para el enemigo.
Se liberó a la atmósfera un millón de metros cúbicos de sustancias tóxicas; tuvo lugar el derrame de petróleo en el suelo, más masivo que se conozca, con el sabotaje de al menos 600 pozos de petróleo que contaminaron el aire, con alrededor de 500.000 millones de toneladas de anhídrido carbónico. Se instalaron más de un millón y medio de minas y se utilizaron más de 130.000 toneladas de explosivo de artillería, en buena parte uranio empobrecido.
Los daños ambientales de ese conflicto fueron estimados por la Cruz Verde Internacional (la organización ambiental fundada por el ex primer ministro ruso Mikhail Gorbachov) en 40 mil millones de dólares, una estimación aproximada, muy probablemente por defecto. Por lo tanto, desgraciadamente no es sólo cuestión de petróleo y para entenderlo tenemos que hacer un paso hacia atrás en el tiempo, hasta la Segunda Guerra Mundial. Fue entonces que los Países involucrados aumentaron la producción de armas químicas. Los aliados en Alemania encontraron 250.000 toneladas. Veinte mil eran de gas nervino.
Y luego está el mar. Desde 1990 se han descubierto al menos una quincena de lugares marinos en los cuales, a profundidades que varían entre los 30 y los 200 metros, yacen los restos de barcos hundidos intencionalmente, como lugares de almacenado de centenares de miles de toneladas de sustancias altamente tóxicas. Verdaderos vertederos submarinos que componen una larga y triste lista, que va desde el mar danés, hasta el Atlántico, hasta el Báltico.
Pero es desde los gloriosos años '60, que entre un milagro económico y otro, los efectos devastadores de los conflictos armados sobre el ambiente, han aumentado. El ejemplo de todos los ejemplos, lo hago notar incluso a los más distraídos – gracias además a una amplia literatura cinematográfica – es la guerra de Vietnam, en la cual, para lograr que los soldados americanos pudieran combatir en las intrincadas selvas de esas tierras, se utilizaron al menos 4 tipos de exfoliantes muy poderosos.
El más conocido, el agent orange (agente naranja), se utilizó ampliamente, no solo para “exfoliar” las selvas, sino también sobre los cultivos, con el intento quirúrgico, diabólico, de hambrear a los Vietcong. Sólo que el hambre de los vietnamitas sobrevivientes no ha terminado con la guerra, porque al final del conflicto faltaban 325.000 hectáreas de tierra. Eliminadas.
Una locura insensata que ha hecho que vastos sectores del delta del Mekong, se hayan convertido en estériles llanuras de barro.
Hoy el rayo de acción de las guerras ha aumentado en desmedida y es proporcional a su fuerza devastadora. Las armas utilizadas son cada vez más sofisticadas y mortales, y su rastro de muerte sobrepasa los límites de los estados y la duración de los conflictos. Las guerras de hoy ya no solo se combaten en el frente o en el campo de batalla; las armas, los objetivos y las tácticas modernas, han transformado todo el ambiente en territorio de guerra. Es por ello que el Programa de la ONU para el Ambiente (Unep), recientemente ha destacado la necesidad de actualizar el derecho internacional sobre los conflictos, previendo un instrumento legal totalmente nuevo, que convierta en inviolables los parques nacionales, las napas acuíferas, los terrenos cultivables, los hábitats con especies en peligro. Hoy las guerras que tienen lugar en el Planeta son una treintena, parece ser el momento de repensar las estrategias que mueven los hilos del mundo, porque una alternativa pacífica al conflicto no es ni un ideal, ni una ideología. Cínicamente, al final nos conviene a todos.

Cristiana Savio
15-02-2010 – IAM online – Informazione e Ambiente