Hace veinte años, cuando Falcone y Borsellino hablaban, había muy poco que discutir: no porque fuesen infalibles sino porque se habían conquistado el prestigio en el campo. Entre un Falcone y un Carnevale, la gente no tenía dudas: uno era famoso por haber arrestado al Gotha de Cosa Nostra, el otro por haber anulado cientos de condenas de mafiosos. Los jueces de la P2, aquellos de los puertos de la niebla, en cambio, eran maestros del encubrimiento y estaban serenos justamente gracias al silencio cómplice de la prensa del régimen. Cuando sus nombres terminaron en los periódicos tuvieron que partir en retirada. Es por esto que Gelli, quien veía más allá, quería borrar los nombres de los unos y de los otros de los periódicos. Para esto su digno alumno que ha superado al maestro (venerable), hoy quiere borrar los nombres y los rostros: ¿por qué confundir a todos los jueces? aquellos que investigan y aquellos que encubren en unicum gris e indistinto. Es la misma lógica que está detrás de la legitimación de periodistas libres y populares como Montanelli y Biagi (“convertido al comunismo”), de escritores inorgánicos y muy queridos como Saviano y Camilleri (“crean mártires por dinero”), de actores y directores anti-régimen (“vagos pagados por el Estado”) y de los rostros más conocidos de la televisión (Santoro, Dandini, Fazio, que desacreditar con sus remuneraciones en los titulares del final). El poder de los mediocres está sobre el filo de una crisis de nervios y en pleno síndrome de Salieri (tanto por decir, aquel era un flor de músico) de frente a los Mozart de la magistratura, del cine, del arte, de la literatura, del periodismo. Les advierte como una amenaza, porque sabe que cuando el Menzognini (director del Noticiero nacional TG1) de turno no logra tapar los dichos, la gente los escucha. En el fondo es una buena señal: esta gentuza está fumada.
Il Fatto Quotidiano- 13 de junio de 2010