Siempre se dijo que fue un suicidio. Pero igualmente la duda nunca dejó de estar ausente. Hasta que un día los velos de la farsa montada por la dictadura de Augusto Pinochet se fueron cayendo y la verdad sobre la forma en que murió el presidente chileno Salvador Allende Gossens, el 11 de setiembre de 1973 en el Palacio de La Moneda de Santiago de Chile, que fue bombardeada y tomada por asalto por las fuerzas golpistas, salió a la luz pública. Una verdad respaldada con evidencias gráficas y con testimonios que aunque tardíos, no perdieron vigencia ni legitimidad, y que en definitiva dejaron bien en claro que a Allende lo asesinaron de una ráfaga de ametralladora cuando malherido procuraba resistirse en la planta de la sede presidencial, cayendo al piso con su cuerpo prácticamente cercenado por los proyectiles. Por años la versión oficial fue la del suicidio pero con el tiempo el secreto quedó al descubierto.
Una fotografía elocuente, que no es un montaje, y que ya recorre el mundo desde hace un par de años, en la que se ve el cadáver de Allende acribillado, da cuenta con creces del contexto de violencia y de política genocida en el que se llevó a cabo el golpe militar chileno, generando un shock social para instalar un neoliberalismo pregonado por los Chicagos Boys. Políticas del dictador –respaldado por la mano norteamericana- que fueron respaldadas descaradamente en el terreno político por la Unión Demócrata independiente y Renovación Nacional, sectores de la ultra derecha chilena, que nada hicieron ni dijeron cuando las casi 10 mil muertes causadas por la dictadura tiñeron de sangre las calles de Santiago y los lugares más recónditos de Chile, estando también entre las víctimas dos personalidades del mundo del arte y de la literatura del país trasandino, nos estamos refiriendo al cantautor y docente Víctor Jara y al poeta y Premio Nobel de Literatura Pablo Neruda, cuya muerte , de acuerdo a las últimas investigaciones, habría sido causada por terceros.
A más de 40 años de los hechos del Palacio de la Moneda el documento gráfico del cuerpo de Salvador Allende habla a las claras: la ráfaga de metralleta le cruzó el pecho desde el hombro hasta el abdomen; y el buso jersey es el que vestía al ingresar al Palacio en las primeras horas de la mañana del fatídico día 11 de setiembre.
Pero además, de acuerdo a diversas investigaciones periodísticas de los últimos años, entre ellas la del colega de la revista Interviú, Ruben Adrián Valenzuela, Salvador Allende no portaba la metralleta que le regalara Fidel Castro, sino una pistola modelo Walter PPK. Pero además, se pudo constatar por testimonios, que al momento de ser acribillado se encontraba herido y ubicado cerca del punto de la planta alta del Palacio, en el que sus colaboradores más directos comenzaron a descender por las escaleras para entregarse a los golpistas.
Pero hay más: al no haberse hecho autopsia alguna, de inmediato desde los mandos golpistas hicieron oficial el comentario de un Sub Comisario de Policía identificado como Pedro Espinoza, quien tendenciosamente dijo que la herida que presentaba Allende “era de tipo suicida”. Una apreciación no médica que a la vista del documento fotográfico se desmoronó totalmente.
Pero hay más: expertos belgas señalaron que si efectivamente Allende se hubiese disparado él mismo con una metralleta en dos oportunidades, la primera estampida habría arrancado el arma de sus manos, y la segunda le habría causado heridas en el cráneo y en sus manos. Según el Sub Crio. Espinoza, que abonaba la versión de los golpistas (que procuraban a toda costa presentar la muerte como suicidio) Allende tenía el arma en sus manos (la supuesta metralleta, regalo de Fidel Castro) y estaba sentado en un sillón sin vida y levemente inclinado.
Los expertos belgas determinaron que de haber ocurrido así, de acuerdo al calibre del arma que supuestamente portaba, era imposible que su cuerpo se hubiese quedado en el sillón.
Más de cuarenta años después, finalmente se pudo saber que los hechos fueron criminales absolutamente, ya desde su raíz, porque en el libro de Patricia Verdugo, publicado hace años, quedó muy bien definido que el objetivo de Pinochet (y de los mandantes norteamericanos del golpe) era que Allende tenía que morir durante o después del asalto al Palacio Presidencial. En su libro “Interferencia Secreta” Verdugo saca a la luz pública el dialogo en el que Pinochet ordena que si Allende aceptaba subir a un avión junto a su familia, para llevarlo a cualquier punto del planeta, el avión debía caer bombardeado o fruto de un accidente, obviamente provocado.
Pero hay más: en el trabajo del colega Valenzuela de la revista “Interviú” se consigna que hubo un testigo del momento en que es asesinado Allende. Se trata del funcionario del Palacio que lo acompañaba en ese dramático momento, Enrique Huertas, quien minutos antes de descender a la planta baja mientras militares van hacia donde se encuentra Allende (que se halla último en el grupo que iba a entregarse) observa cómo es acribillado por el Gral. Palacios, que comandaba el piquete militar que fue ganando terreno en ese sector del edificio.
Lapso después en el recinto donde estaban presos los que fueron detenidos en el Palacio, Huertas les ratificó la versión del asesinato al igual que Arturo “Pachi” Guijón. Pero finalmente Enrique Huertas fue asesinado por los golpistas y se estima que Guijón (el segundo testigo del asesinato) llegó a un acuerdo los golpistas para dar la versión del suicidio, salvando su vida.
Pero hay más: el periodista Valenzuela ha escrito que Eugene M. Propper, fiscal norteamericano en el “Caso Letelier”, estableció en los años 80 que el autor material de los disparos sobre el ya herido Salvador Allende fue el teniente ayudante del General Palacios, Rene Riveros. Y que Palacios lo habría rematado. En concreto, estos dos militares chilenos fueron los que acabaron con la vida de Salvador Allende.
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*Foto de Portada: www.revistainterviu.com