El fin de la larga noche uruguaya

Por Alejandro Diaz-27 de junio de 2022

El vengador respira una última vez antes de volver en sí. Durante largos minutos sostuvo la mirada clavada al techo. Los sonidos vuelven a él, en especial el ronroneo de los teléfonos vibrando, que desde hace horas no paran de reclamar atención. Pocos amigos le dieron su apoyo, algunos inesperados. Muchos, en desacuerdo, desperdigaron insultos y amenazas, algunos inesperados. Se reincorpora sobre la silla, y observa su despacho alrededor. Se detiene en las fotos de los portarretratos, con las imágenes de hombres y mujeres que, estrechándose las manos, postergaron esta difícil decisión, que ahora él estaba tomando. Baja la cabeza, ve hacia el piso, pero observa hacia adentro, respira y se afirma sobre los apoyabrazos antes de levantarse. De pie se acomoda las ropas mientras mira por última vez aquel documento sobre su escritorio, que lleva su firma bajo el sello presidencial, siente un cierto orgullo y un poco de vanidad. Toma el papel y se dirige hacia la salida. Al otro lado, el bullicio no cesa hasta que él abre la puerta. Todos lo miran en silencio. Él clava la mirada en su asistente y mientras le extiende el documento, ordena:

-Llamen a todo el mundo, vamos a desclasificar todos los archivos, es hora de devolverle la memoria a la gente.

Podría ser esta una historia de no ficción. Podría serlo, si alguno de los presidentes de la reciente democracia, en especial los que enarbolan las banderas del Partido Nacional, hubieran tomado las decisiones necesarias para cumplir aquella advertencia, cuando no una profecía, que hiciera el senador Wilson Ferreira Aldunate, durante la sesión de la madrugada del 27 de junio de 1973, cuando ante la ya inevitable estocada del régimen militar, se cercenara el último bastión de la democracia. “Me permitirán que yo, antes de retirarme de sala, arroje al rostro de los autores de este atentado, el nombre de su más radical e irreconocible enemigo, que será, no tengan la más mínima duda, el vengador de la República. ¡Viva el Partido Nacional!”, arengaba el último caudillo.

Podría ser esta una historia de no ficción, pero no lo es.

El 27 de junio de 1973, cuando todavía corrían las últimas horas del eterno 26, los senadores de la República Oriental del Uruguay, no todos, se reunieron a dar testimonio en un tiempo difícil. Las órdenes para oficializar el golpe de Estado ya estaban dadas. Desde hacía varios días, el presidente, ya en ese entonces, un autoritario Juan María Bordaberry se reunía con las cúpulas militares para diagramar la estrategia de copamiento del Parlamento, ante la reiterada negativa de los legisladores de apartar de sus funciones al senador Enrique Erro, quien era, junto a otros notables como Zelmar Michelini y el ‘Toba’ Gutiérrez Ruíz, uno de los principales denunciantes del terrorismo de Estado que se propagaba en los cuarteles militares y en los centros clandestinos de detención al amparo de otras instituciones de la nación, hundidas en el silencio. Un silencio que muchos, sin vergüenza, sostienen hasta hoy.

Arrebolado, Wilson se levanta de su banca, se abraza fuertemente a su hijo Juan Raúl y sin mayores certezas intentan salir a la calle. Afuera, la oscuridad de aquella fría madrugada de miércoles da solo espacio a los escuadrones de la muerte, que al acecho buscan contener cualquier intento de fuga de aquella República, ya consolidada como una cárcel a cielo abierto bajo dominio de la tiranía. Entre el tumulto, una mano vistiendo puño policial, toma el brazo del caudillo blanco, que, por una segunda duda, pero que finalmente se deja llevar cuando el uniformado le dice, “¿Tiene a donde ir senador? Mi casa es muy humilde, pero allí a nadie se le va a ocurrir buscarlo”. Dos días y un avión de por medio llevarían a Wilson hacia el exilio.

A las 5:20 de la mañana, de aquel 27 de junio de 1973, ya firmado el decreto n° 464/973 -que ordenaba la disolución de la Cámara de Senadores y de la Cámara de Diputados, firmado por el presidente Juan María Bordaberry, el ministro del Interior Néstor Bolentini y el ministro de Defensa Walter Ravenna-, las Fuerzas Armadas se vuelcan a las calles a consolidar el golpe de Estado. Pasados algunos minutos las siete de la mañana, los uniformados proceden a la ocupación del Palacio, que ya a esas horas está prácticamente vacío. La avanzada es encabezada por los entonces generales Gregorio ‘Goyo’ Alvarez y Esteban Cristi, quienes en la interna militar se disputaban los laureles y el derecho a lucir el bozal. Ambos generales estuvieron secundados por los coroneles Julio Barrabino, Alberto Ballestrino y el teniente coronel Hugo Arregui, entre otros miembros de las logias castrenses como Luis Vicente Queirolo, uno de los hombres del peduista Licio Gelli, quien estaba al acecho del Parlamento desde hacía varios meses. Hombres que a lo largo de la historia de nuestros territorios han dejado algo muy en claro, que responden a intereses que no son los constitucionalmente asumidos. Una realidad que tiende a explicar muchas de las incoherencias que atraviesan esta y otras historias.

El vengador del 27 de junio 2

Ya desde febrero el clima venia enrarecido, como quien dice, se llovía sobre mojado. La tensión aumentó luego de la tentativa de guerra civil que hubo entre los fusileros navales y los soldados del Ejército, en el denominado “febrero amargo”, que reflejaban las tensiones entre sus superiores, y por sobre todas las cosas, las “nacientes” intenciones políticas de las castas militares, como si aplicar torturas bajo mando de lógicas extranjeras, no fuera de por si una postura política. Los militares sacan a las calles los tanques y los medios hegemónicos los testudos, intentando blindar ya no solo las masacres que se cometían en los cuarteles, sino también la notable enajenación de los recursos de la nación, los cuales eran denunciados desde algunas butacas del Parlamento, y desde cierta prensa que entendía el trasfondo macroeconómico del régimen autoritario. La fraudulenta quiebra del Banco Mercantil, a manos de la familia Peirano; la venta indiscriminada de las reservas en patrón oro, comerciadas a precio vil para cumplir con las presiones del FMI; la completa desregularización de los controles en las zonas francas, y el consecuente contrabando, incluido el narcotráfico; son algunos de los ejemplos de público conocimiento que la dictadura se disponía a enterrar bajo un alud de violencia y omertá.

En aquel febrero Bordaberry se tambalea en su silla, convoca al pueblo a un acto en Plaza Independencia, pero asisten solo 20 personas, no estaban ni los Blandengues. Años más tarde confesaría en una entrevista para la televisión, que Julio María Sanguinetti era quien incitaba a su renuncia. Pero también Seregni, desde el recientemente creado Frente Amplio; y el propio Wilson Ferreira Aldunate -soñando con un tiempo político que parecía lejano-, reclamaban el recambio. La casta política y empresarial, cede la gestión del gobierno a las Fuerzas Armadas, que luego de los acuerdos de Boiso Lanza, supervisará cada medida administrativa a partir de la creación del Consena (Consejo de Seguridad Nacional del Uruguay). Sería este, solo un escalón de camino a invalidar no a los partidos políticos, sino a las disidencias, puesto que ciertas estructuras partidarias sostendrán su culebreo y sus influencias durante todo el régimen, y serán los primeros en sentarse en las mesas de los acuerdos de cara a una democracia fingida y obligada al silencio. Un mismo discurso se sostendrá desde la oficialidad de aquí en adelante.

Pese al colapso institucional de los partidos políticos, pese al decidido autoritarismo que reemplazaba a la República, pese al enceguecimiento de ciertos ególatras, el pueblo, aquel 27 de junio de 1973, no se resigna ante la tiranía y unidos, obreros, estudiantes, activistas y militantes, hombres y mujeres, dan inicio a una huelga general, que se prolongara durante 15 días. Quince días que estarán signados por la violencia desenfrenada de un ejército al mando de un grupo de generales soberbios, necios y por sobre todas las cosas, traidores, que no hacen temblar a ningún tirano. Son solo bravos cuando tienen frente a sí a jóvenes inocentes maniatados, vendados, sometidos al frio, al hambre, a la sed, a la peste. Generales que fueron, son y serán la vergüenza de toda tradición militar. Quince días que estarán signados por la resistencia de un pueblo dispuesto a sostener la dignidad y la lucha hasta las últimas consecuencias.

“El mejor gobierno es el de un pueblo soberano. No a la dictadura de una rosca ladrona”. “Con libertad ni ofendo ni temo”. “Ni un paso atrás, el pueblo vencerá”. “Resistir al golpe”. “El pueblo unido jamás será vencido”. Son estas, algunas pocas de las tantas consignas que los huelguistas y los manifestantes dejan impresas en banderas que cubren los muros de las fábricas y de los edificios ocupados.

Aquella mañana del 27 de junio de 1973, hombres y mujeres libres, pese a que en muchos casos se encontraban rehenes de un sistema autoritario y de un modelo social injusto, presentan cientos y miles de gestos heroicos de resistencia, de solidaridad, de ánimo, de dignidad, frente a una horda de delincuentes, que, empuñando las armas de la ciencia sin conciencia, volvían a arremeter contra el pueblo, contra su propio pueblo. Gestos de coraje como el de aquel gurí que trabajaba en una colonia en las afueras de Montevideo, y había viajado a la ciudad a cobrar su sueldo, y los hechos lo encontraron ocupando el banco con los y las militantes del sindicato. Como él, cientos y miles de gurises aguantaron los días y las noches en los centros educativos, convencidos del valor de aquellas palabras arrojadas desde los patíbulos por los mártires de la democracia. Pocos registros gráficos -entre ellos los del militante comunista y fotógrafo Aurelio González- de aquellos días han logrado sobrevivir las razias y la censura. Y a este punto, me gustaría pedirle, a usted que lee, en particular si es joven, que, si tiene a su alcance a persona mayor que haya vivido aquellos años, no lo deje ir sin escuchar su testimonio, por más pequeño que parezca. Sin importar si fue un militante tupamaro, un panadero, una costurera, un maestro, una albañil, una psicóloga, una niñera, un tío, tía o sobrina. Basta con que haya estado ahí, y sea parte de esta historia por cuanto trágica, por cuanto heroica, que atraviesa a este pueblo uruguayo. No nos quedemos solo con las historias oficiales que, a veces, borran con el codo lo que escribieron con la mano.

Aquellas primeras 24 horas, terminarían, al otro lado de la orilla, en una cafetería de Buenos Aires, donde el senador Enrique Erro, ya en el exilio, mientras revuelve su café, brinda a la prensa argentina e internacional un contundente mensaje sobre la realidad en materia de derechos humanos, de crímenes de lesa humanidad y de fractura institucional que el gobierno autoritario de Juan María Bordaberry, con anuencia de amplios sectores del espectro político, empresarial y militar, imponía sobre la población del país oriental.

“Desgraciadamente, el anuncio que yo hiciera en el Senado, cuando los altos mandos y Bordaberry declararon a un grupo de senadores que los visitaron, que, si el desafuero no salía y si el juicio político no prosperaba, lo mismo me iban a meter en prisión. Yo dije entonces esta frase, que lamentablemente ahora se ha hecho realidad, que mi prisión o la intención de detenerme significaba la caída de las instituciones, porque es evidente que no podía haber otra proyección de estas actitudes. Yo he duramente criticado a los altos mandos. En mi país, los oficiales, no digo todos, sería absurdo, han torturado salvajemente a casi 12 mil compatriotas, de los cuales cuatro mil permanecen en las cárceles. Es decir que las confesiones que les han arrancado por las torturas, eran confesiones carentes de verdad y de validez. Y no lo dice el senador Erro, lo dice nada menos que la iglesia católica uruguaya, en una carta episcopal”, dijo Erro al periodismo en Buenos Aires.

Ante la pregunta de si era él, la principal figura civil de los tupamaros, el cual era uno de los argumentos para su destitución, Erro contesta: “Usted sabe que yo utilizaba un recurso constitucional, el artículo 118 de la carta magna uruguaya, que permite que el legislador fiscalice al poder Ejecutivo. ¿Y por qué hice el pedido de informes? Porque tenía una madre, un padre, angustiado, alguien a quien al hermano le habían allanado su domicilio, llevado detenido a él y a sus familiares, y nadie sabía dónde estaban. Iban a las unidades militares, no tenían conocimiento. Iban a la Jefatura de Policía, nadie sabía, y a veces aparecía muerto ese familiar. Entonces yo tenía un derecho constitucional, y un deber, de defender la dignidad humana. Yo nunca le pregunte al que me venía a ver a qué partido pertenecía, a que filosofía o a que religión. Era un ser humano, y como mi país ratificó la Declaración de los Derechos del Hombre, y la conferencia de Ginebra del 49 -de respeto a la dignidad humana-, me parecía que yo tenía un deber ineludible de hacer ese pedido de informes. Luego aparecía, un mes, dos meses, tres meses después, que era tupamaro, y yo digo, “y eso que me importa”. Que es lo que yo hacía, defender la dignidad humana. Y yo digo que estoy dispuesto a defender la dignidad humana de un tupamaro o de cualquier ser humano arrojado en un cuartel golpeado, con la picana eléctrica y puesto prácticamente en el sacrificio. Pero además decían que yo pronunciaba discursos, que usaba lenguaje muy violento, configuraba entonces un delito de opinión. Pero agregaban algo más, que yo nunca había hecho una declaración contra el Movimiento de Liberación Nacional, no veo porque tenía que hacerlo. Además, en materia de violencia, la violencia fue del gobierno, y ahora sigue siendo la violencia de Bordaberry y de los militares”.

Erro, con la serenidad de quien los hechos ya anunciados no lo sorprenden avanza: “Yo digo, que bueno que la audiencia argentina sepa, lo de hoy de madrugada no es nada más que concretar lo que ya se había realizado el 9 de febrero”. Aquel día que las Fuerzas Armadas habían oficialmente desconocido el mando constitucional.

Finalmente, el senador, que viviría años trágicos, afirmaría sobre la propaganda militar y militarista, que: “Todos los militares de Latino América suelen hablar ese lenguaje, llamar a elecciones, convocar al pueblo, respetar, etc. Lo que ellos quieren es evitar que se diga que son dictadores. Y yo vengo diciendo que son dictadores desde el 15 de abril de 1972, en que en mi país se declaró por primera vez en su historia, el estado de guerra interna”.

Largos años pasarían para que terminara aquella larga noche. Largos años faltarían para que el propio Wilson renegara de ser el vengador de la democracia. Largos años faltarían para el amanecer de un nuevo día, que no estaría liberado de pesadillas, ni de monstruos bajo las camas, siempre al acecho, siempre expectantes de cuidar los secretos que sostienen el statu quo de esta, que podría ser una historia de ficción, pero no lo es.

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*Foto de portada: Twitter

*Video: Wilson Ferreira Aldunate sus últimas palabras en el Parlamento

*Foto 2: elpais.com.uy

*Video 2: Senador Enrique Erro habla del golpe de Estado en Buenos Aires, 28 de junio de 1973