Jueves 28 Marzo 2024
El día que el Plan Cóndor acorraló y masacró a la juventud en una casita del barrio Brazo Oriental de Montevideo

Por Alejandro Diaz-21 de abril de 2022

Siempre disfruté caminar. De niño me abalanzaba por las calles de la ciudad, descubriendo aquello que hasta ese momento no existía, al menos desde mi perspectiva. Siempre disfruté encontrar esos rincones y espacios que irrumpen con la aparente homogeneidad de las ciudades. Miles de veces he escuchado decir, y yo mismo lo he dicho, que todas las ciudades se parecen, que los balcones se repiten, que esta calle empedrada es como aquella, o que este barrio se parece al que me crié. Las ciudades están, de alguna manera, conectadas.

Brazo Oriental es uno de los tantos barrios de Montevideo, un lugar a la vera de varias avenidas que invitan a pasar de largo. Las casas bajas y el poco tránsito en las calles internas, lo hacen un barrio tranquilo. Quizás lo más destacado sea la casa quinta del caudillo del Partido Nacional Luis Alberto de Herrera. Pese a esto, cuenta la leyenda que el barrio debe su nombre a un hecho policial ocurrido en 1910. Aquel día, un porteño y un oriental se batieron a duelo, cuchillo en mano. Los relatos cuentan que el argentino era más joven y fornido; parecía que se llevaba la pelea, pero el uruguayo con la fuerza de su brazo, en un movimiento le dio muerte a su contrincante. Allí nacía Brazo Oriental.

Más de medio siglo después, bajo muy distintas circunstancias, la violencia en el barrio volvería a conectar las dos orillas.

El 21 de abril de 1974, un operativo militar de las fuerzas represivas de la dictadura uruguaya, irrumpió la noche y cambió para siempre la historia del barrio. Aquella leyenda de sangre entre porteños y orientales se volvería una historia real y trágica. Una historia que el mundo conocería años más tarde como el caso de “Las muchachas de abril”.

Si uno viene por Mariano Soler, desde el oeste, camino al Reducto, se topará inevitablemente con una curva, un cambio de dirección forzada. Allí en esa rinconada que une Mariano Soler con Ramón de Santiago, justo en el vértice, hay un angosto pasillo que lleva al corazón de la manzana: Mariano Soler 3098 bis, anuncia el letrero. Si uno pasa atento a la curva quizás no lo vea. Al ingresar, los perros cumplen con su social rol, y serán compañía desde allí hasta el final, donde un mínimo patio central reúne tres viviendas. La de la izquierda, la más escondida, la número tres, es donde aquella noche de sábado, madrugada de domingo de 1974, tres jóvenes veinteañeras fueron acorraladas por un contingente de soldados, guiados por agentes de inteligencia alineados a la estrategia antisubversiva dictada por el gobierno de los Estados Unidos.

El grueso del contingente partió a las 2 de la mañana, desde el Grupo de Artillería 1 emplazado en el barrio La Paloma. A poco más de ocho kilómetros del lugar, venía comandado por el coronel Juan Modesto Rebollo. La operación contó con la presencia de soldados del Grupo de Artillería 2, comandados por el teniente capitán Julio César Gutiérrez, provenientes desde el cuartel de Flores en la ciudad de Trinidad, a unos 190 kilómetros de la capital uruguaya, y guiados por el teniente coronel Carlos Casco, quien oficiaba como enlace entre el batallón de La Paloma y los cuerpos de inteligencia. A estos se sumaron los generales Julio César Rapela y Esteban Cristi, ambos miembros de la Logia de los Tenientes de Artigas. Entre los “civiles”, se encontraba el teniente coronel José 'Nino' Gavazzo, también miembro de la Logia y uno de los miembros del OCOA (Órgano Coordinador de Operaciones Antisubversivas).

El principal objetivo era un joven de 22 años, Washington Javier Barrios Fernández. Barrios había nacido en Colombia, pero desde niño vivía en Brazo Oriental. Estudiaba derecho en la Universidad de la República (Udelar), y trabajaba en la Agencia Marítima Dodero, que por aquel tiempo realizaba viajes entre Montevideo y Buenos Aires. Washington comenzó su militancia en el Movimiento 26 de Marzo, y luego se unió al MLN-T (Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros). Su lugar de trabajo se convirtió en un punto estratégico para las comunicaciones con otros grupos en Argentina, sobre todo a partir del inicio de la etapa militar de la dictadura uruguaya en junio del 73, cuando decenas de perseguidos políticos tuvieron que exiliarse para no ser capturados por el régimen. Pese a su actividad secreta, que la realizaba bajo el nombre de ‘Camilo’, Washington no se escondía, vivía en el mismo barrio de siempre, en el mismo pasillo, casa de por medio a la de sus padres. Cualquiera que lo hubiera querido encontrar lo podría haber hecho.

Aquel 21 de marzo del 74, cerca de las 2:20 de la madrugada, las fuerzas represivas llegaron al lugar. Se dividieron en grupos para cercar la zona, asegurándose de que nadie saliera. La manzana tiene techos bajos, y rápidamente algunos uniformados ganaron las terrazas aproximándose al departamento. El lugar estaba sellado, nadie saldría de allí.

Cerca de las 2:40, se dio inicio al operativo. Los soldados estaban fuertemente armados, y dominados por un estado de “ansiedad” que más de una vez han denunciado las víctimas y los sobrevivientes. La vecina del primer departamento que da a la calle, alertada por el ruido de los vehículos, las botas corriendo por los techos, y el murmullo entreverado por gritos propio de un batallón del Ejército, se asoma por la ventana e inocentemente abre la puerta. Ve el pasillo repleto de soldados, y algunos vestidos de civil, también nota muchos sobre los techos. Los soldados la toman y la sacan hacia la calle, mientras aceleradamente la tropa avanza hacia el fondo del pasillo. Los primeros en ingresar son los miembros de la inteligencia, los que conocen a las jóvenes: José Gavazzo, el coronel Manuel Cordero, los capitanes Armando Méndez, Julio Cesar Gutiérrez y Mauro Mauriño, y el teniente Jorge Silvera. Pero, la inteligencia no es tan inteligente, y confunden el departamento.

-“¡Abran o tiramos la puerta abajo!”.

Dentro, Carlos Velázquez de 19 años, dormía junto a su hermano de diez. No alcanzaron a salir de la cama, cuando la habitación se llenó de soldados. Armados y a los gritos se movieron por toda la casa, entraron al dormitorio de los padres y los empujaron hacia la entrada. De Washington, no había rastros. Mientras, la tensión continúa sobre el pasillo, los soldados apostados sobre los techos se afirman a sus armas y ante el menor movimiento harían llover balas. Abajo, la inteligencia, gira en el pequeño codo, y quedan en un espacio de menos de 6 metros cuadrados, de frente al departamento número 5. Ya no hay sorpresas, el ruido, los gritos y los gemidos, se abalanzan sobre la puerta. Dentro, un matrimonio grande, un muchacho de 17 años y una niña de 10, esperan el choque del oleaje. Son los familiares de Barrios.

-“¿Dónde está Washington Barrios?”, gritan los soldados.

-“Soy yo”, dice el padre de ‘Camilo’.

Pero Gavazzo lo reconoce: “No, a ese no lo maten que es el padre”, dejando en claro que el allanamiento ilegal iría acompañado de una ejecución sumaria. Ya agotadas todas las opciones de la “inteligencia”, solo queda la puerta número 3. Un rincón, dentro de un rincón, una ratonera. No importa quien estuviera dentro, salir de allí sería imposible.

Los invasores no dudan, no hay más opciones. Consumidos por la euforia, patean la puerta que descubre un pequeño patio, antesala de un minúsculo departamento, e instantáneamente disparan una ráfaga de tiros. Dentro, tres muchachas -Silvia Reyes de 19 años, Laura Raggio de igual edad y Diana Maidanik de 21-, abrazadas contra el fondo de la habitación gritan a todo pulmón por sus vidas. En la oscuridad de la noche, los soldados cruzan el fuego y se disparan mutuamente. El capitán Gutiérrez yace sobre el piso con un tiro en la espalda, moriría días más tarde. También fue herido en un brazo el coronel Rebollo; quizás esto fue lo que lo enfureció y dio rienda suelta a la locura. Todo trascurre muy rápido, entre una acción y la otra solo hay instantes. Una segunda oleada entra a la casa, y descarga toda la furia del Cóndor contra las muchachas que son fusiladas a quemarropa. Una y otra vez los represores disparan contra los cuerpos, decenas de balas desgarran sus carnes que explotan en todas direcciones. Silvia estaba embarazada de tres meses.

Washington y Silvia se habían casado en octubre del 73, para luego instalarse en la pequeña casa de Mariano Soler. Se conocieron cuando Silvia tenía 15 años, durante un viaje que hizo ella a Buenos Aires. Washington había ayudado a organizar todo, y durante el recorrido se convirtió en un excelente guía. Él tenía tan solo 17, y el día que ella regresó, la estaba esperando. Los dos compartían la militancia, el por su edad incursionó primero. Los dos conocían la represión del Estado, las razzias, las detenciones arbitrarias, la persecución y los rumores sobre las torturas. Todo se sabía.

Laura y Diana eran estudiantes. La primera estaba terminando sus estudios en el liceo, la segunda había empezado a cursar medicina y estaba en cuarto de psicología. Las dos estuvieron presas más de un año. Laura había sido detenida en febrero del 72, durante una razzia en el barrio donde vivía. Su destino fue el Batallón de Infantería 13. Allí también fue el lugar donde estuvo presa Diana, que había caído en julio. La experiencia para ambas fue traumática. Ambas fueron violentadas, psíquica y físicamente, constantemente torturadas. Laura fue violada. Cuando fueron liberadas, bajo amenazas, ambas eligieron abandonar sus hogares, temiendo las represalias contra sus familias. Poco a poco pasaron a la clandestinidad. Aquella noche, las dos se habían refugiado en el domicilio del joven matrimonio, esperando huir rumbo a la Argentina.

Washington, no estaba esa noche en la casa, porque el día anterior había viajado a Buenos Aires, de forma legal, para buscar un lugar para las jóvenes que estaban en su casa, quizás también pensando en sacar a su propia familia. Este detalle es crucial a la hora de cuestionar la naturaleza extremadamente violenta de aquella noche de marzo. La “inteligencia” de los servicios represivos había fallado, el objetivo ni siquiera estaba en el país. O quizás, los motivos del allanamiento eran precisamente los que sucedieron, dar un terrible mensaje a aquellos que quisieran escapar del Cóndor. Washington, fue detenido en octubre del 74 en Córdoba, y sería desaparecido un año más tarde en Buenos Aires, mucho tiempo antes de que se oficializara la dictadura en Argentina. Tenía 22 años.

Los cadáveres de las tres jóvenes mujeres, serán baleados en reiteradas ocasiones hasta las 4:30 de la madrugada. Alrededor, en la barriada de Brazo Oriental, ya nadie dormía; el estruendo de las detonaciones, el olor a pólvora y el orgasmo de sangre del aparato represivo quedaron impregnados en las paredes del barrio. Para esta hora, se registraba otra víctima, Droval Márquez, un agente de policía que no estaba involucrado en el allanamiento, pero que vivía en el barrio. Fue alcanzado por una bala del ejército cuando se acercaba pedaleando una bicicleta a la escena. No escuchó las alertas porque tenía problemas auditivos, cayó súbitamente. ¿A quién culparían de esta muerte?

Recién cerca de las 6 de la madrugada, el padre de Washington, junto al joven Carlos Velázquez, el vecino del departamento 2, ingresaron a la vivienda donde habían sido asesinadas las muchachas, y tomaron dimensión de la violencia exacerbada. Había más de 150 impactos de bala sobre la pared que sirvió de frontón, la cual estaba teñida de sangre. Rastros de carne y cabellos colgaban del techo. El horror de este crimen no pudo ser ocultado como los de los centros clandestinos. Este crimen quedó grabado a fuego en la memoria de aquellos que eligieron no olvidar. Antes del amanecer los cuerpos fueron cargados y tirados con desprecio sobre un vehículo. El reguero de sangre se expande sobre todo el pasillo. El grueso del contingente se retira a medida que saquean el lugar, llevándose todo menos las balas. Quedan algunos soldados montando guardia, esperando quizás que Barrios se acerque.

Ya bajo la claridad del día, el barrio intenta arrancar la jornada con la misma actitud que la de una mala resaca, negando todo. No hay protestas, no hay reclamos, hay solo miedo, desconfianza y tristeza. Entendible. El plan del Cóndor era, y sigue siendo, destruir la memoria y la rebelión a puro terror.

Cerca del mediodía los soldados de la guardia, ríen y cocinan, hipnotizados quizás por la costumbre de la violencia. En horas de la tarde, finalmente, abandonarían el departamento, atravesando el pasillo, hasta llegar a la vereda donde aquella curva inevitable que cambia destinos, unió, otra vez con sangre, las historias de dos países.

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*Foto de portada: sua.org.uy