Viernes 29 Marzo 2024
Por Andrés Volpe-14 de enero de 2022

Ya es un hecho común y hasta rutinario asesinar a referentes sociales, y por más duro que parezca expresarlo así, es una dramática realidad cotidiana en Colombia. Es increíble con qué fuerza naturalizamos la violencia, y nos vamos metiendo poco a poco en un cuello de botella, donde el “no me importa” o el “no se puede cambiar” tiene más peso que el “tenemos que hacerlo, cambiarlo”. Tenemos que hacerlo porque es nuestro compromiso tácito como humanos pensantes y sintientes, que vivimos (en teoría) bajo valores fundamentales y consecuentes con el bien común. Si alguien alza su mano y defiende su forma de vida, es hasta obligatorio tener un mínimo de dignidad y pronunciarse ante un hecho tan lamentable como es el asesinato sistemático de esas “manos alzadas”. En un punto casi de no retorno, donde el miedo se respira en las calles, nos compenetra y nos gana. Debemos urgentemente hacer uso de ese deber y por enésima vez, encender una alarma. Colombia se baña con sangre mártir, y lo hace casi a diario. ¿Cómo cerramos el grifo? Es una pregunta que, con toda certeza, el gobierno colombiano no quiere o no puede contestar.

Según recientes estadísticas informadas por la ONU, al menos 78 luchadores sociales fueron asesinados en país cafetero el año pasado, y la mayoría de ellos en la región del Cauca, una zona tremendamente afectada por el narcotráfico. Esta cifra, aclaró el organismo, no es concluyente, ya que no representa la totalidad de los asesinatos, sino aquellos casos que recibieron una investigación por parte de las autoridades.

Podemos decir a estas alturas que el gobierno de Iván Duque está en aprietos, por decirlo de manera diplomática. La violencia ejercida contra los líderes sociales, así como también las masacres de civiles, apuntan directamente a la negligente y tendenciosa administración de la seguridad en la patria de Pablo Escobar, desembocando en durísimas críticas de la comunidad internacional que aboga por los derechos humanos y que exige una solución inmediata a esta “masacre silenciosa”.

Los números del Valle del Cauca, dan espanto. Allí fueron asesinados 31 líderes y lideresas de la comunidad, cinco de ellos en Cali, que fue el centro de protestas el año pasado contra el gobierno. Estas situaciones se viven en torno a una constante presión de grupos armados ilegales, que mantienen una permanente disputa, entre ellos se encuentran grupos disidentes de las FARC, la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y carteles mexicanos, que quieren llevar agua para su molino.

La oficina de la ONU para los Derechos Humanos, detalló que, del total de los asesinatos, ocho eran mujeres y cinco de ellas eran indígenas. De los 70 hombres, seis pertenecían a comunidades afro y seis eran indígenas.

El gobierno colombiano alega que los responsables de los asesinatos, son en mayor medida, grupos armados dedicados al narcotráfico como el Clan del Golfo, las disidencias de la desarmada FARC y el ELN, entre otros.

Uno de los informes señala otro de los datos más tristes de la problemática: al menos 220 niños comenzaron a formar parte de estos grupos armados irregulares entre julio de 2019 y junio del año pasado. La ONU también denunció que la población infantil es la principal afectada en este conflicto social.

Al respecto, ONG colombianas interpelaron a la administración de Duque a que profundice el proceso de paz con el ELN, con el objetivo de terminar con la masacre y el reclutamiento de niños. El triste récord de Colombia la confronta en un espejo que refleja como saldo un conflicto armado de casi 60 años y que se ha cobrado la vida de unos 260 mil personas y millones de migraciones forzadas. A esta altura, el epitafio nacional posee la larga lista de 339 líderes asesinados entre 2017 y 2019, según datos de la misma ONU, una realidad solo superable por los conflictos armados del África.

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*Foto de portada: publimetro.cl