Informe especial sobre los “Cien días del infierno”: el genocidio de Ruanda, de 1994

Por Victoria Camboni y Alejandro Díaz-28 de febrero de 2021

Asesinatos en masa, ataques sangrientos y brutales, "justificados" por el odio a un pueblo, regaron de sangre en el siglo XX la tierra de Ruanda. Un verdadero holocausto de nuestros tiempos, que sucedió hace menos de 30 años, pero que a nivel mundial poco se recuerda. A pesar de que cientos de miles de inocentes, niños, mujeres, embarazadas, ancianos, todas y todos sin discriminación murieron. Porque eran tribus que se querían comer unos a los otros, como se pretendió infundir en tantos soldados que formaron parte de las ayudas humanitarias de la ONU en ese continente. Porque no eran sionistas. Porque no eran europeos. Porque eran africanos. Porque eran negros.

“Un día me desperté como de costumbre para ir a trabajar. Era el 7 de abril de 1994. En el camino me encontré con un soldado que tenía una casa no muy lejos de aquí. Me dijo, hoy no hay que ir a trabajar. Habyarimana murió. Vamos a organizarnos”. Emanuel Yiribunga, un hutu de nacionalidad ruandesa, recordó cómo comenzó para él lo que terminaría siendo un verdadero genocidio.

“Maté a nueve tutsis. Los soldados nos dijeron que matáramos a todos los tutsis que cruzaran nuestras barreras. Bastaba con verificar su etnia en su tarjeta de identidad. Maté a unos aquí en la barrera, otros en el campo y otros cayeron del lado de Murambi. ¿Ves toda esa madera? -indica a través de la ventana un espacio afuera de su casa-. Imagínate que era más gruesa. La tallaba hasta que la punta quedaba redonda, para hacer un garrote. Lo tomábamos y golpeábamos fuerte”.

El crudo relato brindado por el africano que fue partícipe de la matanza en Ruanda a France 24, es como mínimo, escalofriante. Años más tarde, una vez organizados los tribunales de Lesa Humanidad que juzgarían la masacre, Yiribunga terminó en la cárcel por cometer crímenes de genocidio, siendo sentenciado a una irrisoria condena de siete años. Su caso es uno entre miles.

El genocidio de Ruanda tiene características particulares. En tan solo 100 días, casi el 11% de la población del país fue asesinado de formas terribles. La matanza del pueblo hutu al tutsi ocurrió entre el 7 de abril de 1994 y el 15 de julio del mismo año. El número estimado de víctimas se calcula entre 800 mil y un millón de personas, unos 10 mil muertos por día; casi un 90% de la población tutsi y algunos hutus moderados sufrieron un intento de exterminio.

En el caso de Ruanda, la velocidad con que se impuso el exterminio suprimió toda posibilidad de organización a nivel estructural. A diferencia de otros asesinatos masivos contra un pueblo, como pasó contra los judíos, en las dictaduras latinoamericanas o los procesos dictatoriales del sudeste asiático, no hubo un proceso de selección o clasificación más que el hecho de ser tutsi; las ejecuciones sucedían en las calles, en el campo, en los domicilios de las víctimas. Los hutus (junto a Francia, que incentivó la vorágine de sangre al venderles cientos de miles de armas) tenían una determinación inclaudicable. Las milicias, muchas improvisadas en el momento, se armaron de machetes y garrotes; una imagen de violencia medieval, que el mundo occidental, a través de sus medios de comunicación, manifiesta que ya no existe.

El genocidio de Ruanda es el resultado de un proceso histórico, que tiene sus orígenes en los procesos colonialistas europeos, en la expansión desenfrenada de una cultura a través de la violencia, en la imposición de un modelo social, productivo, económico y en definitiva político que desconoce toda preexistencia étnica y cultural. Hoy en día masacra el odio a los inmigrantes que huyen de sus pueblos para salvarse de las guerras, del hambre, de la invasión extranjera. Hoy Palestina, sufre un genocidio delante de los ojos del mundo que guarda un silencio abrumador, y defiende únicamente a aquellos que los matan solo porque años atrás sufrieron un holocausto. Hoy parece que es la única matanza reconocida y recordada por el establishment mundial.

Los europeos impusieron su teoría racista sobre la mesa. La teoría que cimentó las bases de movimientos políticos como el nazismo o el fascismo, que no solo contemplaban la supremacía de razas por una cuestión biológica, sino que además planteaban esa supremacía como el resultado de un progreso social a partir del desarrollo bélico. La explotación de recursos naturales de interés europeo, como los minerales o los monocultivos, crearon toda una nueva categoría de trabajadores, en condiciones de esclavitud, pertenecientes en su mayoría a la población hutu.

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El catolicismo se propagó dentro de las comunidades hutus, siguiendo la línea de responsabilidad social que terminó de consolidarse en el Concilio Vaticano II, pese a que el tiempo demostró la participación de los clérigos, no solo en crímenes de Guerra, sino también en la intervención política tendiente a la segregación.

Los hutus eran mayoría en el país. Se calcula un 90% de la población en aquel entonces. Se trataba de una población históricamente campesina. Por su parte, los tutsi (10% del total de habitantes), estuvieron en el poder respaldados por la corona belga hasta la independencia de Ruanda, en 1962, siendo siempre beneficiados por los invasores extranjeros. Estas diferencias antagónicas fueron caldo de cultivo para lo que vendría después.

Al mismo tiempo que crecían las expectativas por una forma de gobierno africana, mayor era la disputa de poder entre las facciones radicalizadas. La daga del europeo, el divide y reinarás, ya calaba hondo en el entramado social.

La retirada del colonialismo belga en Ruanda dejó espacio a un nuevo gobierno. Los hutus ascendieron al poder, y a partir de allí comenzó una persecución sangrienta contra los tutsis, muchos de los cuales emigraron hacia Burundi, Uganda y otros países vecinos. Durante años, los tutsis fueron denostados y perseguidos; hay constantes hechos de violencia, que aunque menores, en comparación con un genocidio, se hacen parte estructural del sistema social. Hacia los 90s, en Uganda se forma el Frente Patriótico Ruandés (RPF), respaldado por los británicos y por los EEUU, que estaba conformado por tutsis que querían derrocar a la hutus en el poder.

La presencia de milicias y guerrillas, uniformadas, armadas y entrenadas con todo lo que eso implica en un país que no es fabricante de armas, dan comienzo a una guerra civil dentro del territorio. Mientras la diplomacia intenta oficialmente alcanzar acuerdos de paz, en el territorio comienza una espiral de violencia. Y las potencias juegan su juego de rol, manipulando la tensión entre los pueblos locales para beneficiarse y mantener cierto poder que les permitiera un dominio geopolítico de la región. Así, Inglaterra jugaba en las sombras atrás de Uganda, y Francia con los hutus.

Hacia 1990, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial extienden una política de ajuste en el país, que por un lado oprime, aún más, la economía local, favoreciendo solo la economía de exportación. Pese a esto, los organismos multilaterales sostienen una política de préstamos y endeudamiento. Al mismo tiempo, entre 1990 y 1994, los principales proveedores de armas de la región serán Francia, Bélgica, Sudáfrica, Egipto y la República Popular de China, que continúa alimentando esta contradicción: quienes se comprometieron a asegurar la paz fueron los que fomentaron y abonaron las condiciones para que se materializaran las catástrofes.

No es llamativo, lamentablemente, que estas potencias, junto con EEUU e Inglaterra, fomenten guerras, ya que parte de su economía se sustenta hasta el día de hoy en la venta de armas y en la usurpación de bienes naturales, como sucede en el Congo con el coltán, o el petróleo en Libia.

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El día anterior al comienzo de las masacres, el vuelo donde viajaba el dictador ruandés Juvénal Habryarimana junto al mandatario de Burundi, Cyprien Ntaryamira, ambos de origen hutu, fue derribado. Habryarimana había llegado al poder en 1973 a través de un golpe de Estado derrocando a Geregori Kayibanda, quien gobernaba desde la declaración de independencia.

El avión era un regalo del primer ministro Jacques Chirac, una de las tantas muestras del respaldo francés a las dictaduras africanas. El atentado fue realizado con al menos un misil durante la maniobra de aterrizaje en Kigali, la capital ruandesa. Los mandatarios regresaban de una reunión en Tanzania donde se venían realizando las negociaciones de paz entre las facciones lideradas por el dictador hutu Habryarimana y el Frente Patriótico Ruandés (FPR), de origen tutsi, liderado por Paul Kagame, actual presidente de Ruanda. Se cree que los responsables del atentado fueron los tutsis del FPR, pero también se estima como otra posibilidad que los extremistas hutus -que se oponían a concordar la paz entre pueblos- hayan perpetrado los magnicidios que derivaron en el infierno de los 100 días.

Dentro de los acuerdos se estableció la conformación de la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas para Ruanda (UNAMIR, según las siglas en inglés). Esta misión, de tipo militar, debía asegurar la transición hacia un orden democrático verdadero, consolidado en las instituciones, no solo en las urnas. El 15 de diciembre de 1993, Francia retiró el grueso de sus fuerzas, dejando sólo pequeñas cuadrillas al cuidado de sus propios intereses, dejando a su suerte a millones de ruandeses.

El odio histórico entre las poblaciones locales hutu y tutsi estalló desatando una violencia desenfrenada. El 7 de abril de 1994, envalentonados por el asesinato de su líder, las milicias hutus comienzan las masacres. Durante 100 largos días la tierra y el agua se tiñeron de rojo. Hasta el día de hoy se siguen encontrando decenas de miles de cadáveres producto de aquella terrible matanza.

Los sobrevivientes describen las masacres como una horda; los testimonios resaltan el hecho de que conocían a los agresores, no era una fuerza extranjera la que empuñaba las armas y los machetes. Se conocían, se conocían íntimamente. Los agresores, unos a otros se alentaban a la crueldad y a la violencia. Y detrás de la orgía de sangre, Francia hacía cálculos estratégicos e intervenía en las sombras apoyando a los hutus con armas, con la intención de llevarse su propia tajada.

Los soldados del Interhamwe, las milicias hutu, fueron organizando a los vecinos a medida que avanzaban. Immaculeé Ilibagiza, es una de las mujeres que sobrevivió al genocidio escondida en un diminuto baño junto a otras siete mujeres durante tres largos meses, en completo silencio, ayudadas por un pastor de origen hutu que tuvo la valentía de defender la vida.

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Durante este tiempo, en varias ocasiones las milicias patrullaban los alrededores de la casa, y las mujeres escuchaban los gritos, las risas, las amenazas de los soldados. Escuchaban cómo se jactaban de los asesinatos, de las torturas, de las violaciones; estaban ebrios de sangre y de terror. Escuchó uno en particular, al cual reconoció por su voz: era su vecino, que vivía a tan solo unas cuadras de su casa. Lo llamativo era que él la buscaba, gritaba su nombre, gritaba haber matado a todos sus familiares. Y es que el genocidio estuvo coordinado a partir de las listas de segregación que el propio gobierno realizaba.

Los tutsis fueron buscados uno por uno. Immaculeé dijo haber sobrevivido por su fe: “Si los odias, solo te sumas al número de odiadores” Años más tarde tuvo oportunidad de enfrentarse al asesino de su familia, aquel hombre que la buscó obsesivamente, y lo perdonó. Quizás sea una excepción de las cientos de miles de historias trágicas, donde los huérfanos, fruto de violaciones producto de los ciclos constantes de guerras, se unen a la espiral de violencia, en lugares donde la vida es urgente en todo momento, en donde la vida es tan solo subsistencia. Infancias robadas, adolescencias violadas, futuros negados, presentes siempre violentos. Sin tiempo a reflexionar, sin tiempo para vivir en paz.

Desde 1993 funcionó la “Radio de Las mil Colinas”, que en poco tiempo se convirtió en la de mayor audiencia en el territorio. Desde este espacio se incitó constantemente la segregación. Consignas como exterminar las cucarachas, las tumbas están solo a medio llenar, a las mujeres embarazadas hay que matarlas, abrirlas al medio y arrancarles él bebé. Pero no solo había frases sueltas. Era un discurso armado, pensando, que transmitía miedo y odio. Historias que contaban la maldad y la crueldad de las guerrillas tutsis, los crímenes que cometían. La radio era un reflejo de una cultura europeizada, como dijimos más arriba, que estaba enriquecida desde espacios institucionales como la escuela o la iglesia. Cánticos y cuentos infantiles eran susurrados a los niños. La exaltación del odio racial, la sed de revancha y la costumbre del horror fueron el combustible de las matanzas. 10 mil muertos por día, una cifra espeluznante que aconteció a la vista de las potencias europeas y de la Iglesia Católica Apostólica Romana, que en el mejor de los casos no hizo nada para detener el genocidio, y en el peor de los casos fue cómplice y partícipe de la muerte de miles de inocentes. En 2017, Jorge Mario Bergoglio, Papa Francisco, pidió perdón “por lo pecados y las faltas de la Iglesia católica y sus miembros” durante las matanzas en Ruanda, lo cual echa por tierra los años de indiferencia y de desconocimiento sobre el tema que tuvo el Vaticano, a veces más parecido a Poncio Pilatos que a Pedro.

Aquellos que lograron escapar a los días y noches de terror, se agruparon de a miles en un éxodo moderno, intentando alejarse de las matanzas. Poco a poco fueron agrupados en campos de refugiados que no estaban preparados para recibirlos, porque no había intención de hacerlo. La celeridad con la que las potencias militares instalan sus campamentos de avanzada, con comida, tiendas, sanitarios, lugares de esparcimiento, para miles y miles de soldados, en los lugares más recónditos del planeta, en climas extremos, hace lamentarse, porque estos campos de refugiados son, en definitiva, lugares de olvido. Son el desván de la humanidad, el lugar donde escondemos nuestras miserias, pero por mera voluntad política, ya que los recursos sobran.

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El genocidio, como nos demuestra la historia, es la culminación de un proceso de odio, de exaltación de la ignorancia, de la educación en el egoísmo y la desconfianza. El genocidio es el plan pensado por aquellos que ostentan la cultura y la intelectualidad, por aquellos que con soberbia se contemplan superiores. Es el interés de sacar beneficios materiales a costa de la muerte de miles, como pasó con la intervención de Francia en el genocidio de Ruanda, y como pasó en otros genocidios, siempre por un interés económico o material de fondo: en definitiva, por obtener y mantener el poder en regiones estratégicas. Es el resultado de la intervención militar violenta, de la destrucción de patrones sociales y de identidades originarias. Es una consecuencia del abandono, del desconocimiento, de la hipocresía de los colonizadores a los que no les basta con el saqueo de siglos de las tierras y de la sangre. Es el resultado de una humanidad indiferente, que absorbe vorazmente el producto de un capitalismo salvaje sin cuestionarse cómo, cuándo y de dónde se consigue. El genocidio es, en la humanidad, un hecho constante que se repite silenciosamente. Las masacres y las violaciones en masa son el origen de los miles de refugiados que mueren hacinados en las costas de Europa y en las fronteras imperiales. Quién, si no una persona horrorizada, arriesgaría su vida para naufragar por el Mediterráneo soñando encallar a los pies de su invasor.

No conmemoramos una matanza de hace casi 30 años para recordar a los que fueron, recordamos una masacre que las instituciones recién ahora están dispuestas a reconocer, para advertirles que estas secuencias de violencia siguen desarrollándose en lugares como Palestina, Yemen, México, Brasil, Irak, Afganistán, Nueva Orleans, Los Ángeles y New York. Lugares donde los marginados del sistema se matan sistemáticamente entre ellos, mientras los amos del poder lo observan todo desde sus oficinas, reunidos en un brindis o quizás, en el despacho de alguna dirección política, económica, empresarial. Mientras, pobres contra pobres, nadies contra nadies, son los que pagan con su sangre y sufrimiento.

Definitivamente, después de los cien días del infierno, insistimos: no somos un grupo de etnias en una carrera evolutiva, somos una sola humanidad en peligro de extinción. Y son los poderosos (de ayer y de hoy) que hacen, que lo olvidemos.

Por eso, los muertos de Ruanda, no son solo, de Ruanda.

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*Foto de portada: www.conclusion.diariodigital.com

*Foto 2: www.elespanol.com

*Foto 3: www.rtve.es

*Foto 4: www.dw.com

*Foto 5: www.elespectador.com