Por Saverio Lodato-13 de mayo de 2022

San Agustín: "El cuidado del funeral, la elección de la sepultura, la pompa de las exequias, son más de consuelo para los vivos que de ayuda para los muertos".

Palabras que podrían ayudarnos, treinta años después de la masacre de Capaci.

Giovanni Falcone murió con el rostro vuelto hacia el enemigo.

Esa fue su lección.

No anhelaba las cosas por venir.

Ni los honores ni las carreras de los vivos.

Ni la retórica de bombos y platillos, una vez que se desprendió radicalmente de la vida.

Y se diría, hechas las cuentas, que le salió mal en todos los sentidos, como vivo y como muerto.

En cambio, habría bastado con tan poco. Solo dependía de nosotros.

Todo dependía de con qué compromiso se tomarían los demás los años venideros.

En cuánto tiempo todos habrían aprendido la lección.

Cuánto tiempo habrían permanecido fielmente a su lado, casi pegados a su memoria, con la intransigencia de quien realmente entendió la lección. Su lección.

Por eso parece que, en treinta años, nada ha cambiado.

Nada se ha recogido del legado de Giovanni Falcone.

Sí, los perpetradores de la masacre fueron llevados ante la justicia.

Pero ¿quién quería realmente su muerte? ¿Cuáles eran los enemigos a los que miraba a la cara sin retroceder un milímetro?

Las suposiciones son infinitas. Suposiciones que han durado treinta años. Se sigue investigando, se sigue procesando. Pero la verdad, hoy, parece haber volado lejos.

¿Quiénes fueron los autores intelectuales externos, con el rostro cubierto, que no confiaron en la la perfección militar de una manada de gente inculta, aunque armada hasta los dientes? Otra verdad que se fue volando. Y el discurso se volvería infinito, si quisiéramos expandirlo también a Via D'Amelio, a aquella muerte paralela a la de Giovanni Falcone, la muerte de Paolo Borsellino. Una decena de procesos.

Procesos voluntariosos, pero procesos mutilados.

Procesos que nacieron torcidos, porque si la condición inicial fue que el Estado italiano debía garantizar, en principio, su permanencia fuera de la escena del horror, la cosecha judicial sería -como sucedió- muy escasa. El tiempo jugó a favor de los enemigos de Giovanni Falcone y de todos los que como él fueron asesinados por haber luchado de frente.

Giovanni Falcone quería una política que se mantuviera al margen de la voracidad de la mafia. Le pareció que la fórmula "en espera de la sentencia definitiva" era una hoja de parra inaceptable para una clase política que nunca quiso asumir sus responsabilidades.

¿Y qué diría Falcone hoy, en estos días de vigilia electoral siciliana, en que los abuelos de antaño, los Marcello Dell'Utri y los Totò Cuffaro, vuelven a la palestra como asesores, apuntadores, inspiradores, reservistas, orgullosos de haber cumplido con los años de prisión definitiva para sus definitivas condenas por actividades mafiosas?

Giovanni Falcone quería un poder judicial que por amplia mayoría se convenciera, demostrándolo en su trabajo, de su ingenuo adagio de que la mafia, como todas las cosas de la vida, habiendo tenido un principio, tendría un final.

¿Y qué diría en cambio Falcone de una magistratura petrificada por escuchar a esas sirenas del poder para las que -ahora como entonces- la derrota de la mafia es la menor de las preocupaciones? La figura de Giovanni Falcone nunca fue la figura del magistrado ideal en Italia. Terminemos con las charlatanerías. Todos los que, en más o en menos, han intentado referirse a su ejemplo profesional, lo han pagado muy caro en cuanto a imagen, profesión o vida privada. Italia no es un país para magistrados que pretendan investigar a la mafia y al poder.

Giovanni Falcone quería una legislación antimafia que tuviera como resultado una prisión dura, cadenas perpetuas estrictas para los que no colaboraran con la justicia y recompensa para los llamados arrepentidos.

¿Y qué diría Giovanni Falcone de la actual reforma de la justicia, propuesta por Marta Cartabia, que en estos puntos ha levantado un coro de voces negativas de los magistrados actualmente más destacados en la lucha contra la mafia?

Voces no escuchadas. Voces ignoradas. Voces que provocaron risas.

Como en el caso de quienes dicen que la bondad de esta reforma se mediría, precisamente, por el hecho de que no le gusta a cierta parte de la magistratura.

Fue una gran temporada.

Una temporada de esperanza y de revuelta social. Palermo se agitó. La Iglesia desempeñó su papel hasta el final. Lamentablemente fue una temporada efímera. Solo una gran ráfaga de viento, comparada con los treinta años que estaban por venir. Aquella temporada hoy ha terminado.

Todos debemos poner nuestras almas en paz.

Nunca sabremos todo lo que esconde el pozo negro de las masacres de 1992.

Los autores intelectuales morirán de viejos.

Las cortes y los tribunales penales seguirán produciendo avalanchas de papel.

Y en esos papeles, cuando salgan bien, además de la mafia, serán nombrados personajes contra los que nunca fue posible "reunir pruebas".

El derecho a la verdad, sin embargo, nunca prescribe.

Y si la verdad oficial no llega, nadie podrá impedir que los ciudadanos estén convencidos de que Estado y Mafia, desde hace más de un siglo y medio, son caras de una misma moneda. Prueba de ello es que la justicia ha demostrado tener las manos atadas.

Giovanni Falcone y Paolo Borsellino, junto con los hombres y mujeres de sus custodias, permanecerán en el corazón de los italianos para siempre. Pero nunca entraron en la cabeza de los políticos, de ningún color. Y esta afirmación no se puede discutir.

En cuanto a funerales, sepulturas y pompa de las exequias, nos atenemos a las palabras de San Agustín.

Giovanni Falcone y Paolo Borsellino querían otra cosa. Por eso, para ellos, salió mal en todos los sentidos. Sin embargo, estamos seguros de que lo harían todo de nuevo.

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Foto original © Shobha