Por Jean Georges Almendras-21 de noviembre de 2021

Editorializar sobre un hecho de sangre promovido y ejecutado, desde sus entrañas, por fuerzas de seguridad de Buenos Aires, me resulta, por su naturaleza, vomitivo, pero no porque tenga que denunciar el alevoso crimen de un joven de 17 años -Lucas González, futbolista brillante, e hijo de trabajadores- sino porque me veo obligado a encarar, como si se tratase de un axioma de convivencia natural en democracia, que la policía -a la que deberíamos todos ver como un marco de protección del tejido social, dentro de una sociedad que se precia de normal- es en realidad el brazo armado de una ideología mafiosa, instalada en un país de la América Latina de hoy, en este caso Argentina, como perfectamente podría ser Brasil (donde esas prácticas policiales, son, diríamos, cotidianas, para con la población de las favelas de los morros que circundan, por ejemplo, Río de Janeiro), Paraguay, Chile, o Uruguay, si nos centramos en la región. Lucas González, fue literalmente fusilado a tiros hace muy pocos días en el barrio de Barracas, de Buenos Aires, por funcionarios de la policía de la ciudad, que estaban de particular, y que actuaron sin cumplir los mínimos protocolos exigidos para una acción en plena ciudad, y a plena luz del día. Lucas estaba en un automóvil, acompañado de otros tres deportistas como él: regresaban de un entrenamiento de fútbol, y por esas maledicencias del destino, cuatro policías, que ocupaban otro rodado, los tildaron de delincuentes, así como así, y en consecuencia, inspirados en su ideología de mafia uniformada y estatal (y seguramente, porque la impunidad que se les otorga, va incluida en ese combo de privilegio, que significa ser integrantes de un aparato estatal, fomentado desde tiendas políticas), además de perseguirlos en un auto no identificado como policial (desatando el pánico en los jóvenes, que pensaron que eran delincuentes que los iban a asaltar), interceptaron el vehículo de los jóvenes, no se identificaron como policías y finalmente, violentando flagrantemente toda metodología de procedimiento policía acorde a la ley, acometieron a balazos contra los jóvenes, y después de darle muerte a Lucas de dos tiros en el cráneo, accionaron todos los mecanismos posibles, para instalar una mentira, sobre lo ocurrido. Primero, intimidaron y reprimieron a quienes acompañaban a Lucas (que salvaron sus vidas de milagro), y segundo, desvirtuaron la realidad de los hechos, para ponerse en una mejor posición, ante la Justicia. Pero lo más grave, es que, contaron con la complicidad (y hay que decirlo) de algunos de sus pares de la fuerza, y por si fuera poco (y también hay que decirlo) de algunos medios de comunicación argentinos que a prima facie (con celeridad admirable) manejaron títulos de diarios, calificando y sentenciando, que ese joven no era un deportista, sino un ladrón, un delincuente, acompasando así, la firme política policial o digamos que más bien, la tristemente célebre doctrina Chocobar, que, en Argentina, desde poco menos de dos años hace parte de esa maldita postura policial, de criminalizar, religiosamente, a los jóvenes morochos, de gorros con visera, que andan además, en autos que “seguramente” deber ser utilizados para el delito o son fruto de hurto. Un prejuicio criminal, que hoy es un verdadero cáncer de la sociedad argentina; de la sociedad latinoamericana; y mundial, porque es musa inspiradora, de una andanada de injusticias sociales y de abusos que se visibilizan a la hora en que surgen las resistencias, las revueltas juveniles y los reclamos en defensa de los derechos humanos.

Lo mediático, en la misión de denostar a los jóvenes de barrios de trabajadores o de barrios que se conocen como marginales, o de comunidades mapuches, tildándolos de delincuentes irrecuperables o de terroristas, hace al marco ideal, para promover estas violencias estatales (de terrorismo de Estado, mejor dicho). Y a eso sumemos, la doctrina de seguridad nacional que las fuerzas del orden (o del desorden) manejan extraoficialmente (ejecutan, con rigor científico) con criterios de los años de dictadura, operando como grupos de tareas en democracia. Y agreguemos, también, a este panorama nada santo, la indiferencia del sistema político, o en ocasiones su demoníaca tarea de incentivar, desde sus reductos partidarios o de sus efímeros sitiales de poder, esa violencia institucional, que inequívocamente lo hace responsable intelectual, para cometerse asesinatos como el de Lucas González, y de otros jóvenes, en diferentes circunstancias y lugares, donde el uso de armas de fuego reglamentarias es lo habitual, como así también la desaparición forzada, en actos cometidos por sus sicarios naturales: las fuerzas de seguridad a su disposición. Veamos algunos casos: Santiago Maldonado, desaparición forzada seguida de muerte, bajo sospecha de haber sido cometida por miembros de la Gendarmería Nacional, en Chubut; Rafael Nahuel (mapuche), baleado en una operación del grupo de elite Albatros, en Bariloche; Facundo Ferreira (un niño de 12 años, baleado por la espalda por policías, en Tucumán), y Facundo Astudillo Castro, cuya desaparición forzada fue en medio de la cuarentena del 2020, hallándose su cuerpo en el estuario de la Cola de Ballena. Y, por si fuera poco, apenas unos días antes del asesinato de Lucas, un joven de 18 años murió tras un ataque policial, en la provincia de Corrientes: se trata de quien en vida fuera Lautaro Rosé, cuyo cuerpo fue hallado en aguas del río Paraná. Lautaro, estuvo dado como desaparecido dos días, tras sufrir los efectos de una razia policial en la costanera de la capital de la provincia, y en esta ocasión, el abogado de Lautaro dijo al periodismo que la acción policial tenía como cometido “despejar” la costanera de pobres a pedido expreso de los dueños de los emprendimientos privados en ese territorio público. Estas, solo son algunas víctimas del abuso policial y del “gatillo fácil”, de una extensa casuística, contabilizándose un total de 121 casos, de diversa índole, en los últimos cinco años.

Tiempo atrás, estando en plena actividad como cronista policial del noticiero de un canal de televisión en Montevideo, un alto jerarca policial, sobre un caso de abuso policial cometido por uno de sus funcionarios en la calle (que conste, que no llegó a tener la gravedad del caso Lucas) me confesó algo dramático: “Salvo que haya una política de trabajo impuesta por el Comando de la Fuerza, o del Ministerio, o de la presión de los políticos, el policía actuará buscando no trasgredir las normas, pero lamentablemente muchos de los funcionarios, vienen de los días de la dictadura, y vienen con cosas de esa época metidas en la piel, en la cabeza y que además son fomentadas por los políticos de turno, y entonces ellos, los que llevan el uniforme en la calle hacen lo que quieren, y eso quiere decir que yo como máximo jerarca sentado en el escritorio, estoy expuesto, a que me procesen por un error de ellos en la labor policial. Yo acá en la oficina, me veré involucrado sin haber movido, yo mismo, un pelo para el abuso, para la extralimitación en sus funciones, incluso si hay personas muertas. Todo por ese comportamiento, para mi criminal, sea lo que sea, violencia con sus armas de reglamento, encubrimientos, coimas, lo que sea, porque la policía debe hacerse respetar, pero con hechos acorde a la ley, no por las violencias, las torturas o los abusos, en cualquier calle de Montevideo”. Así de claro me lo dijo, y hoy, esas palabras, me resulta que tienen una vigencia increíble.

Y ese apoyo político, que hacía mención el jerarca policial uruguayo, en realidad, siempre ha estado presente, obviamente en dictadura, como algo básico, pero también hoy, en democracia, ya sea en mayor o menor grado, en ambas orillas y en la región. Hoy por hoy, en Argentina, a juzgar por los hechos y las evidencias, ya ha dejado de ser sutil, ese apoyo, porque en oportunidades es literalmente descarado, casi con sabor a “modus operandi” oficial (a diferentes niveles) , practicado por un sistema integral de criminalidad estatal solapado, que se hace funcional a las ideologías de los gobiernos con tendencias fascistas, que buscan criminalizar a los sectores más vulnerables, a los jóvenes, por ser jóvenes, y si son jóvenes de barrios periféricos a la urbe principal (o barrios de “pobres”, como se dice habitualmente), más aún.

¿Las fuerzas policiales de Argentina se han transformado en el brazo armado de los políticos que siembran de ideas autoritarias (cuasi dictatoriales) su gestión, divulgándolas, además, para que se instalen en la sociedad, a través de los medios de comunicación a su servicio? Sí, rotundamente. Y enfatizo, e insisto, que no es que se han transformado, sino que ya son (y desde hace ya bastante tiempo) el brazo armado (y lo lamento, decirlo así tan burdamente, porque hay quienes dentro de las fuerzas policiales argentinas actúan honestamente, no lo pongo en duda) de un terrorismo de Estado, en vigencia, aclaremos, en plena democracia, lo que significa que ya no hay firmes garantías para que las vidas de los jóvenes argentinos estén a resguardo. Si buscan en internet, y, se toman el trabajo de conocer los casos de “gatillo fácil” y de “desapariciones forzadas” en manos policiales, que se sucedieron en los últimos 15 años en Argentina, me darán la razón, y les permitirá corroborar, que estamos, ya no frente a un problema de menor entidad -propio de la crónica policial- sino que estamos frente a un muy grave problema, institucional, que nos pone a todos, contra las cuerdas, obligándonos a poner al sistema político contra las cuerdas, porque en definitiva, todo parte de allí, aunque después todo sea llevado a la práctica, por la mano de obra que siempre el sistema capitalista criminal ha utilizado: las fuerzas armadas o las fuerzas policiales. Esta vez, en la Argentina, las fuerzas policiales parecen ser las que llevan la batuta; la batuta, manipulada por integrantes del sistema político o por quienes están sentados en el vértice de gobernaciones, desde donde se estructuran, se planifican represiones, persecuciones, tergiversaciones de verdades e impunidades, para favorecer a uniformados (en ocasiones, gracias a las acciones de ciertos operadores de justicia, que siguen igual línea) quedando en el embudo final de ese circuito que se torna maquiávelico, el ciudadano joven, que termina, en el momento menos pensado, y en el día menos pensado, en el campo santo, y a la vista de todos.

El caso Lucas González, y los restantes (casos de jóvenes muertos por balas policiales) dejan atrás por lejos, al denominado caso Chocobar de la ciudad de Buenos Aires que oportunamente fuera el más claro, de un abuso policial mafioso en su consumación y en sus efectos, ya que el agente policial involucrado, de apellido Chocobar, recibió sendas loas del mismísimo Presidente Macri y de la Ministra de Seguridad Patricia Bullrich, al punto de que ambos lo recibieron en la Casa Rosada, felicitándolo por haber matado de un certero disparo con su arma de reglamento, en la calle, a un ladrón desarmado, quien fuera alcanzado por el proyectil en la espalda, razón por la cual, al funcionario policial en cuestión, la Justicia le procesó por un grave delito, ya que el agente no consideró, ni contemplo, en su accionar, los protocolos de rigor y además tergiversó la versión, apoyado por algunos medios hegemónicos, como ya era y es costumbre hoy.

¿Y después del crimen de Lucas, qué? Pues lo siguiente: el más indescriptible de los sufrimientos de sus padres -Mario y Cinthia- que nos claman, a todos, que no los abandonemos; la más variada gama de protestas callejeras de jóvenes amigos del fallecido, con carteles y consignas, reclamando justicia y señalando con leyendas, a los responsables, nada menos que funcionarios públicos corrompidos por la criminalidad; el estupor ganando las calles de Buenos Aires; el descreimiento más patético que se pueda tener para con la función policial; el desafío más justificado para con el accionar de la justicia y de la fiscalía, a la hora de los instancias judiciales y particularmente de los resultados; las expresiones de repudio y de solidaridad para con la familia González, de parte de miles y miles de personas, a través de las redes sociales, y de parte de organizaciones defensoras de DDHH, que emitieron sendos comunicados, para crear conciencia en la sociedad argentina y para presionar, a quienes son reconocidas como autoridades, para que efectivamente, se comporten como tales, y no como timoratos y cobardes funcionarios públicos, que no hacen más que ceder a los bajos instintos de integrantes de las fuerzas policiales que denigran el uniforme, la institución a la cual representan y la ética policial, cuando se salen de su cauce para ser literalmente asesinos a sueldo, matones de un sistema pútrido desde donde se lo mire, si acaso solo por apañar crímenes de esta naturaleza.

Siento rabia, impotencia, desazón, desconcierto, absoluta falta de confianza en la policía, resistencia a la protección de la policía y fundamentalmente una sensación de rechazo mayúsculo a la hipocresía criminal del sistema político, que incentivando y arengando a las fuerzas policiales a combatir el delito, no hace otra cosa que ser el ideólogo de estas masacres, que minan la democracia, mejor dicho, que me hacen decir que la democracia en la que vive el pueblo argentino, es falsa.

Sobre el tapete público están los nombres de los policías imputados: el Inspector Gabriel Isassi (que comandaba el grupo), el oficial José Nievas y el oficial mayor Fabián López. El Magistrado actuante es el doctor Martín del Viso, quien los acusa de “homicidio agravado con alevosía”, y a quien, desde esta redacción, le reservamos una sola interrogante: ¿Dejará usted, con la tonelada de evidencias y pruebas que sabemos posee, y que no son circunstanciales, porque tiene testimonios de testigos y pericias balísticas coherentes, que este atentado a la vida, cometido en el curso de una operación ilegítima llevada a cabo por personas de sobrada experiencia en la fuerza, quede encajonado o en la impunidad?

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*Foto de portada: mdz.com