Jugaban en la Inglaterra que los Beatles y minifaldas estaban deshelando y los vencedores coreanos celebraron el triunfo según los esquemas standard del capitalismo depravado. Es decir, whisky y chicas. Pierden el siguiente partido y Kim Sung II se vuelve loco. Desaparecen. En 1978 un refugiado escapado del gulag cuenta la desesperación del técnico prisionero de por vida. Sin embargo, ningún coreano ha preguntado nunca, ¿pero dónde está? Hace unos años Geri Morellini, documentalista y autor de un libro finalista en el premio Paola Biocca - Dossier Corea, reportaje desde el país más aislado del mundo – llega a Pyongyang: toma nota con el estupor de un cronista que descubre la historia de ficción. No podía imaginar seis millones de personas envueltas por la nada. “¿11 de septiembre?”. La señora que le acompaña al Museo de las Maravillas excavado en la roca de una montaña, mira al invitado sin lograr comprender. La gruta custodia los regalos que Kim II Sung ha recibido de embajadores y de “amigos extranjeros”. Basura de mercadillo pero los invitados son acompañados a visitar los objetos que dan prueba del amor del mundo por su líder máximo: autógrafo de Madeleine Albright, adornos, detalles amables de extrañas corporaciones, club juché de Mozambique, no global de Madrid y las mil luces de New York en el marco dorado de los “amigos de Harem”, Torres gemelas en primer plano. Pobres torres, suspira Morellini. “¿Pobres por qué?” quiere saber la señora, la única autorizada para contestar a las preguntas del invitado. El chico italiano explica y la señora pierde la palabra. Los coreanos no están informados del ataque de Al Qaeda; no saben nada de lo que sucede ahí fuera, no saborean la vida normal como la entendemos nosotros. Desde la mañana hasta por la noche millones de personas se mueven como marionetas programadas; nunca un paso fuera de lugar. Agradecen las maravillas que cada día dispensan los padres de la patria, Kim Sung II, que ha inventado el paraíso y Kim Jong II que lo ha heredado. No dejan el estribillo hasta que no rompen las filas: escuela y trabajo les esperan. Pero las procesiones de los ancianos glorificantes continúan por las avenidas de una ciudad sin automóviles. Todos a pie, en fila, como hormigas. Asustados si el extranjero pide informaciones. Se alejan dando la espalda. Porque quien se compromete es sospechado de traición por la red de espías que cortan la sociedad y dividen las familias. Sociedad segmentada en 51 categorías recogidas en tres clases: puros, tibios, hostiles. Y las vidas se desvanecen de formas distintas. Se vive, se viste, se come según el gusto del régimen. No está prohibido solo hablar con los extranjeros; es el vacío del saber el que crea desconciertos surreales: medio siglo de aislamiento ha robado ideas y palabras. No saben cómo comportarse con hijos degenerados en una sociedad como la nuestra. En los campos se descubren fantasmas agachados sobre la tierra helada como las almas muertas de Gogol. Baldes y azadas primitivas. Recogen arbustos secos para calentarse. El Norte es helado, sin embargo está permitido calentarse solo una hora al día. Sin las ayudas humanitarias del mundo de las que el Estado se apropia y distribuye como quiere, medio país se moriría de hambre. Y a pesar de todo, la gente cree todavía en el paraíso terrestre. Todas las noches la TV muestra los dramas del “mundo que no existe”: guerras, masacres, inundaciones, manchas negras de petróleo. “Nosotros somos la única nación pacífica de la tierra”. Los servicios de los países de alrededor intentan informar lanzando en paracaídas radios pequeñas. Peligroso recogerlas y quien las escucha no logra soportar más la mentira. Pero quien toca la frontera muere. En el país gulag los campos de concentración parecen inútiles, sin embargo siempre está el desobediente que no se rinde y que hay que poner en su sitio: 200.000 según las cifras de los derechos humanos violados. Quién sabe si los campeones que han ganado a Italia han muerto allí.
de Maurizio Chierici
Il Fatto Quotidiano 17 de junio 2010