Por Saverio Lodato – 27 de junio del 2020

Alguna vez fue mucho más fácil. Bastaba con unos pocos litros de aceite, unas hebras de ricotta o alguna horma de queso, si se pagaba en especie. O algunas pequeñas recomendaciones para ingresar al hospital, para promover al niño que necesitaba ayuda en la escuela, o para acercarse a la oficina en el municipio de residencia, si las demandas eran más altas. Y el juego estaba hecho.

Sin embargo, si el beneficiario de los favores – eventualidad muy rara – no aceptaba, se le cortaban las piernas, de palabra y de hecho.

De hecho, el juez popular (ciudadano llamado a integrar los tribunales penales, ndt), en los juicios a la mafia de la corte d’Assise, era el último eslabón de una cadena judicial, el más débil, el que podía saltar fácilmente. Y terminaba en la mira sólo cuando los jueces togados, debidamente "abordados", daban la negativa, como se dice en la tierra de Sicilia, sugiriendo a los jefes, soldados y picciotti, que no estaba el aire para dejarse corromper. Pero muchos, sin embargo, se dejaban corromper.

Ahora no recordamos qué arrepentidos, pero seguramente alguien contó, en su tiempo, haber intentado desde lejos, muy lejos, incluso con Paolo Borsellino, llegando hasta un pariente suyo que rechazó la propuesta indecente.

Para concluir este punto, bastará recordar que la costumbre, debidamente inoculada al otro lado del océano por cierto tipo de ítaloamericanos, también se había extendido por los Estados Unidos. Quienes conocen, incluso en términos generales, la historia de Al Capone, saben que la sentencia finalmente fue posible gracias a un juez que decidió, unos minutos antes de ir a juicio, cambiar a todos los jueces populares (jurados, ndt) por los de la habitación contigua, donde se estaba llevando a cabo otro proceso.

De los jueces (jurados, ndt) cambiados se esperaba otra absolución para el gánster que hasta ese día nunca había sido condenado, de hecho, estaban todos en la nómina de Al Capone.

Tiempos que fueron.

Hoy hay flores de jueces populares. Quienes se levantan al alba para estudiar el "caso" en el que están llamados a juzgar. Que devoran miles y miles de páginas, ni más ni menos como el presidente del tribunal, los jueces asociados, los fiscales y abogados. Quienes creen en la justicia y tienen un alto espíritu de servicio.

Me dirán: ¿para qué toda esta parrafada sobre jueces populares?

Muy simple.

Hablamos proceso de Apelación de la Tratativa Estado-mafia que tramita en Palermo y que, a pesar del desinterés por el coronavirus, a la falta de interés en general, y a pesar de no ser de naturaleza sanitaria para las televisoras y los medios impresos, sigue su curso en el aula búnker.

Alguien está aterrorizado.

No diremos quién, porque no es nuestra costumbre hacerles publicidad a periodistas desconocidos. Pero el núcleo de la cuestión se dice pronto: se intenta condicionar la sentencia de segundo grado, con la esperanza de que un veredicto absolutorio certifique, por amor al país, que el profesor Giovanni Fiandaca tenía razón cuando llamó a este proceso "una locura infame".

Las graves condenas de primera instancia para altos funcionarios de carabineros, funcionarios políticos y jefes mafiosos, de hecho, han creado un pequeño club de "huérfanos de Fiandaca" que, al menos en la Apelación, querrían poder redimirse.

Está. Los entendemos. Nadie se lleva bien con el papel del perdedor. Y la justicia italiana, con su interminable caravana de apelaciones y contra apelaciones, ofrece a todos la oportunidad de esperar hasta el final de sus días.

Pero es interesante que se quiera construir un nuevo teorema. Poner en marcha – dicen los "huérfanos de Fiandaca" – una gigantesca operación mediática, dirigida por Andrea Purgatori, Massimo Giletti, Cairo y La7, para crear sentido común en el país. Mientras siguen los trabajos para construir una estatua de tamaño real del juez Nino Di Matteo, quien se ha convertido en el símbolo más conocido de ese proceso. Pero dijimos sentido común.

El sentido común – esto es a lo que nos referimos – de la culpabilidad de los acusados, los cuales, por lo tanto, se verían imposibilitados de hacer valer sus razones en una sala del tribunal.

Pero el teorema, galopando, va más allá.

Casi se da por sentado que el tribunal de segunda instancia no tenga la posibilidad de detener esta avalancha televisiva de sentido común, dictando, cuando fuere, una sentencia que confirme las condenas de primera instancia, en nombre de un inevitable conformismo al régimen.

Ahora bien, no tenemos todos estos elementos de conocimiento.

Y pertenecemos a las filas de personas crédulas que, para saber cómo piensa un tribunal – en este caso un tribunal de apelación – esperan el día de la sentencia.

Pero en el caso en cuestión, en lo posible, el periodista que no diremos cómo se llama, hace casi una apelación a los jueces populares.

¿En qué términos?

Digamos que, según él, deberían rebelarse – al menos aquellos que no son parte de la categoría vil y condenada de la magistratura italiana – a la gigantesca operación mediática que está creando entre los italianos el sentido común generalizado de la culpabilidad de los acusados. Y deberían tener el coraje de destruir el monumento a Di Matteo.

En otras palabras, juez popular sálvanos, escribe el pobre hombre.

De una cosa estamos seguros.

Hoy a un juez popular ya no se lo compra con unos litros de aceite o amenazando con romperle las piernas.

Los jueces populares son personas serias, que estudian los procesos, que suelen tener ideas propias y que emiten juicios de acuerdo con la ciencia y la conciencia.

En resumen: ya no estamos en los tiempos de una justicia arcaica y a la espera de que alguien pueda arrepentirse.

Para fortuna de todos nosotros, incluso de los imputados.

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*Foto de Portada: Paolo Bassani