Si no podemos todavía señalar con el dedo a todos los culpables, a los ejecutores materiales de los atentados y a sus cómplices, que está cada vez más claro que pertenecen a los servicios de seguridad, además que a los terroristas, a los brigadistas y a los mafiosos, hoy por hoy nos podemos permitir, de seguro, un análisis, incluso sin pudor de lo que nos parece evidente ante nuestros ojos. Más allá de cualquier prudencia probatoria que es pertinencia solo de los magistrados.
Son dos las certezas de las cuales disponemos. Por cada atentado, a partir del de Portella della Ginestra, en 1947, hasta las bombas de Florencia, Milán y Roma, en 1993, pasando por la subversión negra y roja, y el golpe como amenazas, les siguen puntuales y constantes: el plan de despistes y el inmediato contragolpe político para condicionar las orientaciones de la mayoría y de la oposición.
De acuerdo primero a la alianza atlántica, hasta la caída del muro de Berlín, cuando los equilibrios mundiales imponían a Italia la inmovilidad y el centralismo, impidiendo por todos los medios la realización de una democracia madura y en obediencia después a los nuevos dueños del mundo: el restringido club de los potentados económicos y financieros que deciden el destino de los pueblos jugando a la ruleta trucada de las bolsas.
Estos señores, del antes y del después, son aquellos que manejan los hilos de la violencia y del chantaje que aprisionan a Italia, tanto como para quedarnos en nuestra casa. A estos individuos insospechables les obedecen nuestros servicios secretos, nuestros políticos fantoches, una cierta magistratura, un cierto periodismo, un cierto empresariado... otra que corrupción y ladrones de gallinas. Aquí se trata propiamente de esas “mentes refinadísimas” que Giovanni Falcone llamó en causa inmediatamente después del atentado del Addaura (fallido atentado contra el juez Falcone en 1989), cuya capacidad de observación y comprensión iba mucho más allá de las fronteras nacionales. (No por nada detrás del muro de goma que esconde la verdad sobre su muerte se agitan también los espectros de los servicios secretos americanos e israelitas).
De aquí surge una pregunta: ¿De verdad tenemos que llamarles aún “desviados”? A mi no me parece para nada. Son absolutamente orgánicos. La que se ha vuelto desviada es nuestra Constitución, ajena a este país, y jamás respetada, se ha quedado en papel inspirador de un Estado que nunca se ha realizado. Eran desviados Giovanni Falcone, Paolo Borsellino, el General Dalla Chiesa, Boris Giuliano, Ninni Cassarà, Rocco Chinnici, Pier Santi Mattarella, Pio La Torre, Moro y Berlinguer en el momento en el que deciden romper con el compromiso histórico los chantajes, Pippo Fava, Walter Tobagi, Giorgio Ambrosoli, Emilio Alessandrini… y no bastaría una página entera. Hombres normales que han servido a las Instituciones haciendo su deber obedeciendo solo y exclusivamente el dictado constitucional: igualdad de leyes, libertad de información y expresión, derechos para todos, en el interés de la colectividad. Y no de filas de poder que en el enfrentamiento entre titanes siegan la vida de esos ciudadanos obligados a convertirse en héroes por haber cumplido correctamente con su deber.
Esto ya lo sabemos y nos lo podemos decir: existe un estado-mafia con su ejército de asesinos y cómplices y un Estado desviado formado por poquísimos políticos, magistrados, periodistas, empresarios, operadores sociales que tienen como único punto de referencia de civilización nuestra Constitución. Estos si que son desviados.
A los ciudadanos nos les queda más que elegir de qué parte estar y abrazar una nueva Revolución. Yo soy cristiano y pacifista, aborrezco la lucha armada, aunque entiendo las razones de los partisanos que tuvieron que defender con la vida y con la fuerza los valores que hoy están escritos en la Carta y las de grandes hombres como Che Guevara. Pero hoy no se pueden repetir viejos esquemas: la batalla debe de ser sobretodo cultural, de conocimiento, de toma de conciencia y de responsabilidad. Cualquier régimen autoritario y oligárquico que se esconde detrás de la fachada de la democracia necesita basarse sobre el secreto y sobre el engaño para existir. Para derrocarlo no hay otra manera: buscar, comprender y decir la verdad. La única que puede hacernos libres, pero libres de verdad.

(Juan 8-32)