Jueves 2 Mayo 2024
georges almendrasPor Jean Georges Almendras-23 de diciembre de 2020

Convengamos que quienes amamos la libertad y la justicia, y amamos la vida, pero en términos honestos,  no por marketing o esnobismo, no nos cansaremos de mantener en la memoria de nuestra sociedad, modernísima (pero de tan modernísima indiferente) la titánica lucha por dar serena justicia (a los caídos en tiempos de dictadura) a través de sus familias, que muy buena parte de sus vidas la han transitando entre dolores y desesperanzas. Y la mayor de esas desesperanzas, obviamente, es la que tiene que ver con la justicia, es decir con la ausencia de aquello de ver o saber que los asesinos de la vida, de tiempos de terrorismos de Estado, están entre rejas, o si acaso en prisión domiciliaria. Pero en cambio, estos personajes están libres como liebres, circulando por calles, plazas, parques, playas de balnearios y los caminos de las ciudades en donde se encuentran (prácticamente junto a nosotros) como si nada hubiera pasado.

Mi amigo y redactor de Antimafia Dos Mil, Agustín Saiz, que viene escribiendo con asiduidad artículos sobre casos judiciales relacionados con los genocidas de la dictadura argentina, cierra cada uno de sus escritos con una lapidario “Nunca más, es nunca más”. Y hace bien. Muy bien.

Porque la expresión no está colgada en el aire ni para nada se parece a una modalidad panfletaria, adosada a un informe periodístico, como suele ocurrir la mayoría de las veces. Diría más bien que la aseveración se ajusta a las exigencias de todos nuestros redactores y a la de cualquier mortal que se precie de comprometido con una causa en favor de la vida.

Compromiso, que de un tiempo a esta parte, no se corresponde con el sistema político, ni de mi país (Uruguay) ni con el suyo (Argentina), porque cuando el tema de los DDHH aparece sobre el tapete público, los políticos parece que buscan ponerse a distancia, buscando una salida elegante, cuando no hipócrita, en ocasiones apelando a plegarse a los reclamos pero sin mucha pasión. Vale decir tibiamente.

En Uruguay no es por casualidad que los familiares de desaparecidos, cada 20 de mayo (desde hace 25 años) recorren la avenida principal de Montevideo (es la denominada Marcha del Silencio) con un cartel que dice “Impunidad, responsabilidad del Estado” que en definitiva pone el dedo en el ventilador respecto a la clase política, porque es más que claro que esa impunidad se mantiene muy oronda en las entranas de la sociedad uruguaya, por la sencilla razón de que desde los acuerdos (pactos) para salir de la dictadura hasta hoy, que escribimos de este tema, no hubo voluntad política en ninguno de los gobiernos en democracia (ni de derecha, ni de izquierda) para poner los puntos sobre las íes, sobre tan sensible tema.

Es entonces cuando el grito de “Nunca más” se transforma en un mantra que se hace indispensable. Es entonces cuando el “Nunca más” se ve reforzardo de más energía, transformándose en un “Nunca más, es nunca más”. Que es más contundente y menos tolerante. Que es propiamente una suerte de condena popular. Una condena ciudadana. Un clamor de justicia. Una bofetada para que la sociedad recupere su consciencia y se desprenda del letargo de la indiferencia. Una indiferencia que con el tiempo se hace tanto o más criminal que el terrorismo de Estado, propiamente, porque la indiferencia ciudadana perseverante comete el barbarismo de encubrir al represor, al genocida, y al torturador, insuflándolos de impunidad. Esa impunidad (no pocas veces promocionada e impulsada por una sociedad hipócrita) que conspira con la el grito militante del “Nunca más, es nunca más”.

Un “Nunca más, es nunca más” pero de puta madre. Porque ya es hora de que sea así. Un grito sin medias tintas. Un grito que debemos vocearlo muy fuerte por todos lados. “Nunca más, es nunca más”: cinco palabras que se escriben con signos de admiración. Que son un enérgico reclamo. Un muy fuerte llamado de atención. Una muy acerada espada que debe rasgar la indiferencia humana hacia esos sufrimientos que quedaron ausentes de justicia.

Un grito lanzado en medio de una selva de cemento. Un grito que alude a los hechos de las dictaduras en los tiempos del Plan Cóndor. Pero también un grito que se puede aplicar perfectamente a estos tiempos. Al hoy. Porque el terrorismo de Estado, ha tenido y tiene su remake horrendo en democracia: en Argentina, desapariciones forzadas, persecuciones, criminalizaciones de luchas sociales y de pueblos originarios; en Uruguay, enterramientos de casi 200 desaparecidos que no son declarados a la Justicia Penal por la casta militar, y entre otros obstáculos (que inciden para la impunidad) la instalación de un partido (que forma parte de la coalición del gobierno) liderado por un exmilitar (Guido Manini Ríos) de raíces y posturas represivas que parecerían congeniar (perfectamente) con personajes de la izquierda (como José “Pepe” Mujica y Eleuterio Fernández Huidobro, entre otros) que adolecieron de amnesias a la hora de impulsar el castigo de los represores.

Ese “Nunca más” simple, que saliera a la luz pública de la boca del Fiscal Julio Strassera, durante el histórico alegato final en el juicio a las juntas militares de la dictadura argentina, en el año 1985, sigue ahí, dando vueltas, como un grito en el desierto, porque después del juicio a las Juntas, siguió existiendo el terrorismo de Estado, y el “Nunca más” se fue por la tangente, arrastrado por el remolino de la parsimonia de la vida en democracia y de un perverso sentimento de impunidad dentro de las filas del Poder.

Hoy, los juicios a los responsables de violar los DDHH, a los responsables de torturar, de matar y de desaparecer seres humanos de todas las edades, tienen sus idas y venidas, en Argentina y en Uruguay, y en Chile, donde la cultura de la impunidad está agarrada con todas sus fuerzas al sistema judicial, político y parlamentario (y castrense). Un sistema que facilita, promueve y permite que  las chicanas de los abogados defensores de los represores estén a la orden del día, siempre para favorecer a sus patrocinadores, y a quienes están desesperados para que dentro de la vida democrática, rápidamente se den vuelta las páginas del terror, dando espaldas (pero sin titubear y con un cinismo tal) a los esfuerzos sobrehumanos que se hacen en tiendas de las asociaciones de DDHH y de los familiares directos de quienes fueron las víctimas, para que se haga justicia. Justicia, que no es lo mismo que venganza, como se argumenta (cínicamente) desde los sitiales de la represión infiltrada en plena democracia.

La cuestión es que tengo mis dudas de la efectividad del grito desesperado de “Nunca más, es nunca más”. Tengo mis dudas, porque he visto tanto desdén y tanta falsedad, entre muchos quienes así lo vocean (y esto es lo más grave, porque parecería que los “revolucionarios de los sesenta y setenta” estarìan, o unos bajando los brazos, otros traicionando sus ideas y la de sus “compas” muertos, para mejor acomodarse dentro del sistema, a más de cuatro décadas de haber vivido luchas y persecuciones, torturas, plantones, y golpes, entre otros males) que me sumo frontalmente a la nómina de uruguayos y de argentinos hartos de tanta desidia en esa materia.

Y me sumo a la muy paciente resistencia de las madres, padres, abuelos y abuelas, hermanos y hermanas, hijos e hijas, y nietos y nietas, y allegados muy cercanos, de los desaparecidos y los atormentados uruguayos y argentinos, porque en ellos verdaderamente sí que se hace piel y carne, aquello de gritar a los cuatro puntos cardinales, con pandemia y sin ella, que cuando se dice “Nunca más, es nunca más”. Como debe ser. Y como debemos exigir que sea.

Pero sin traiciones ni marchas atrás.

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Foto de portada: Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos